Allíestaba Patricia, mujer de muchos amores. Lloraba cual ojo de agua sin parar. Al rato llegó Manolo, el más grande hipócrita que he conocido. También llegó el señor cura, levantador de jovencitas. Esa era su perdición. Y así sucesivamente fueron llegando muchos parroquianos. Entre ellos el prestamista usurero. También llegó el llorón de muertos. Yo los miraba a todos; lo disfrutaba y me decía: que bien que yo no estoy con ellos. En el centro resaltaba un ataúd y yo, dormido con una sonrisa de felicidad.
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El Periódico de Panamá.
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