Raisa Calderón del Real,
escritora
Gobierno nacional:
Permítanme presentarme, soy un niño campesino, me gustan el mango, la naranja y la sandía. Me gusta cómo huele la tierra después de un aguacero, cómo corre el agua de lluvia entre los surcos del suelo y se cuela entre mis dedos. ¡Ah! Así es la vida del niño del campo, la vida que conozco.
Me gusta escuchar el canto de las aves, como el titibú de la rabiblanca; ver cómo se asoman las tímidas ardillas entre las ramas de los árboles; cómo llama el mono aullador; cómo se esconde la iguana entre las hojas verdes y cómo se pierde mi mirada en las coloridas alas de las mariposas.
Les escribo esta carta porque estoy triste y preocupado por la noticia que me han dado. Vivo en un hogar sencillo y mis padres trabajan duro, de sol a sol. No poseo más riqueza que los árboles que me rodean, los animalitos que van y vienen y la tierra donde poso mis pies descalzos.
—¡Nos vendieron! ―gritó mi tío la semana pasada—. Desde Bocas del Toro hasta Darién, nos han vendido.
Escuché aquello y me llené de miedo y le pregunté a mi madre quién y por qué nos había vendido. Ella respondió que el presidente, los ministros de Estado y los llamados «padres de la patria», es decir, el Gobierno nacional, por unos cuantos millones de dólares a cambio de la explotación de los metales de nuestro subsuelo.
En resumidas cuentas, mamá me dice que el Gobierno hace el papel de padre y madre y que, con la aprobación del contrato minero, decidió el futuro de los niños como yo. Y un nudo se me instala en la garganta de solo pensar en la oscuridad, en que todo lo que conozco será borrado en un tris. Lloro porque un padre no vende a sus hijos, los míos me cuidan, me protegen, velan por mi bienestar, por mi educación para que sea un hombre de bien que contribuya a la grandeza de esta tierra. Mis padres jamás me venderían, ni a mis hermanos, pues por nosotros darían la vida.
Mi abuela dice que la patria tiene los cabellos plateados y que es una señora muy antigua, que a todos nos recibe al nacer y nos despedirá al morir. Que se pone la pollera, que canta típico y saloma, que conoció a los mártires.
Ya sé, soy un niño y no comprendo cómo esa señora tan antigua tiene padres que la venden. Acláreme esto, señor presidente. Usted que, me dicen, es el capitán de este barco llamado Panamá y que tiene el deber de guiarlo a un puerto seguro, ¿por qué nos guía a la destrucción, por qué vende mis sueños, mi futuro, mi tierra, mi patria? ¿Dónde viviré?, ¿dónde soñaré?
En fin, nos vendieron como se venden los productos en el supermercado. Eso me ha dicho el abuelo. Pero yo no soy un producto (y, si lo fuera, lo sería del amor de mis padres) y no quiero que me vendan, yo no tengo un precio que pagar. Soy invaluable. Igual que el suelo que piso, los árboles que me cobijan, los animalitos que me acompañan, los ríos que cantan, el cielo azulado y el sol que me acaricia.
Los otros niños de mi nación tampoco están a la venta. Somos el mañana, la esperanza de esta tierra.
Permítame decirle, Gobierno nacional, que tengo sueños que me superan en estatura y un corazón que palpita enamorado de la vida. Quiero crecer, jugar en un campo verde, patear una pelota, escuchar el canto del tucán, ver un capibara flotar sobre el agua, respirar aire puro, oler la tierra mojada, correr bajo la lluvia.
No importa cuántos años tengo, ni cómo me llamo, soy un niño de la campiña interiorana y exijo respeto. Lo merezco, es mi derecho. No quiero más hoyos en la tierra istmeña, no quiero minas que devasten los sueños.
Quiero un país hermoso, con amaneceres violetas y atardeceres naranjas.
Gobierno nacional, los niños de Panamá decimos: «¡No a la minería!».
Siento miedo de su insensatez, pero soy valiente. Los niños merecemos una patria independiente y soberana, libre de minas y explotadores sociales.
Muchas gracias.
El niño campesino
Posdata: Consulté a mis padres antes de escribirle esta carta.
11 Hay varios Likes:) Gracias...