Por: José Dídimo Escobar Samaniego
En las actuales circunstancias que vive el país, que son, según algunos, inéditas, el gobierno debe actuar a la altura de estas circunstancias, y siendo los mandatarios, no hacer que se agraven las circunstancias.El problema no es siquiera, la punta del iceberg que lo representan los altos costos de la canasta básica y el combustible, es todo el acumulado de un montón de aspectos que lograron sacarnos de los rieles de la paz pública y que no son hechos inventados, sino muy reales como la corrupción que no aguantamos los panameños.
Han surgido en las últimas horas alguno consejeros a proponer imponer un estado policiaco donde para volver a los rieles incluso se suspenderían las garantías constitucionales.
En la Biblia, en el libro de 1Reyes 12, se encuentra una historia que bien vale recordar, y se trata de la historia de Rey Roboam, quien, al morir Salomón, siendo primogénito y el único hijo que llevaba su nombre, fue declarado rey y pidió consejo de los ancianos, pero los desecho y siguió las orientaciones de algunos jóvenes sin experticia que eran sus amigos.
“Al tercer día vino Jeroboam con todo el pueblo a Roboam, según el rey lo había mandado, diciendo: Volved a mí al tercer día. Y el rey respondió al pueblo duramente, dejando el consejo que los ancianos le habían dado; y les habló conforme al consejo de los jóvenes, diciendo: Mi padre agravó vuestro yugo, pero yo añadiré a vuestro yugo; mi padre os castigó con azotes, más yo os castigaré con escorpiones. Y no oyó el rey al pueblo; porque era designio de Jehová para confirmar la palabra que Jehová había hablado por medio de Ahías silonita a Jeroboam hijo de Nabat”.
Ojalá el presidente tome el consejo de los ancianos y no ahonde aún más la tragedia y no trate de explorar hasta dónde llegaría la indignación de un pueblo que debe ser escuchado y servido y no como algunos aconsejan represión y el uso de la fuerza.
El General Omar Torrijos Herrera, en una carta que envió al Senador Edward Kennedy el 7 de mayo de 1970, hace 52 años, escribió lo que sigue:
“Aplasta a esos subversivos, que pretenden desquiciar la economía no pagando el alquiler de sus casas”.
“Extermina a esos huelguistas, Torrijos, a quienes hemos hecho el favor de dar un trabajo y ahora vienen con las exigencias de un aumento de salario; después que les hicimos tal favor y les dimos de comer, hasta techo quieren para sus hijos”.
“Estudiantes estúpidos, ¿cómo se les ocurre bloquear las calles e incendiar vehículos, sólo porque les faltan unos profesores? En nuestros tiempos, cuando mirábamos mal al director, nos expulsaban”.
Fui creciendo, cronológica, mental y jerárquicamente, llegando a ocupar posiciones de alto relieve en el engranaje de las Fuerzas Armadas. Siendo jefe militar en una zona de grandes desigualdades sociales y económicas, recibí la siguiente orden de parte de uno de los altos oficiales que me comandaban y que posiblemente hablaba por teléfono desde la mesa de accionistas a la cual me referí antes, invitado por la oligarquía:
“Dígale a los campesinos que encierren sus parcelas, que el ganadero, por falta de pastos, tendrá que soltar su ganado”.
No recuerdo, hasta hoy, un solo incidente, en los tiempos en que comandaba tropas especializadas en orden público, en que la razón no estuviera de parte del grupo hacia donde apuntaban nuestras bayonetas. Cuando era capitán, sofoqué un levantamiento guerrillero dirigido por jóvenes estudiantes y orientado por una causa justa. Fui herido. El más herido de mi grupo y también el más convencido de que esos jóvenes guerrilleros caídos no representaban ni el cadáver ni el entierro de las causas de descontento que los había llevado a protestar mediante una insurrección armada. Pensé también, al leer su proclama, que, de no haber tenido el uniforme, yo hubiera compartido sus trincheras. Aquí fue donde surgió mi determinación de que, si algún día podía orientar la suerte de nuestras Fuerzas Armadas, la matrimoniaría en segundas nupcias con los mejores intereses de la patria.
Este país, pequeño no merece que algunos aconsejen una lucha fratricida que se sabe cómo comienza, pero no como termina.
¡Así de sencilla es la cosa!
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