Por: Manuel Celestino González.
El Vaticano y el Kremlin ahondan cada día en el abismo de sus hostilidades. Y sobre el andamiaje de dos doctrinas generosas han levantado sus consignas de lucha y exterminio. O sea, pretenden convertir en antagónicos dos ideales que se complementan en la idéntica finalidad de sus propósitos. Pero por encima de la hoguera de los odios, y al influjo de sus resplandores se mantienen en toda su belleza dos vidas paralelas y fecundas como eternas fuentes de justicia: Jesucristo y Carlos Marx.
Los dos de origen judío y los dos condenados por su pueblo como violadores de la Ley mosaica, que garantiza la pureza de la raza. Jesucristo murió sobre la cruz y Carlos Marx sobre la mesa de trabajo: los dos sumamente pobres; íntegramente fieles al ideal que predicaron y completamente abandonados de los hombres.
Jesucristo trató de establecer la justicia social por caminos de paz, de amor y de perdón. Y Carlos Marx comprobó la utopía de esos recursos y predicó la violencia de una lucha incesante.
Pero ambos coincidieron en la esencia de sus pensamientos. Jesucristo envolvió su desafío en la suave claridad de una metáfora: “Primero entrará un camello por el hoyo de una aguja antes que un rico en el reino de los cielos.” Y Carlos Marx lanzó su reto al descubierto, mediante un anatema de aristas agresivas: “La propiedad es un robo, Jesucristo utilizó como apóstoles de su “buena nueva” a los humildes pescadores. Y Carlos Marx, como portavoces de su Manifiesto, a los obreros miserables de la industria. El primero predicó su evangelio de paz sobre las aguas tranquilas del tranquilo Tiberíade. Y el segundo arrojó su táctica de lucha sobre ese mar agitado del proletario universal. Pero ambos utilizaron como vehículo de su propaganda a los desamparados y menesterosos. Y ambos se alzaron por encima de las fronteras nacionales para considerar al hombre en relación con la totalidad del mundo.
Jesucristo estableció la felicidad del hombre en las regiones del espíritu cuando dijo: “Mi reino no es de este mundo”.
Y Carlos Marx fincó esa felicidad en la justa distribución de la riqueza pública cuando dijo: “La religión es el opio de los pueblos”. Y he aquí la paradoja: los católicos defienden su derecho a las comodidades materiales, sin renunciar por eso al reino de los cielos. Y los marxistas se someten a los más rudos sacrificios y a las más duras privaciones sin esperar nada después de la muerte; pero sostenidos por la fuerza espiritual de las ideas.
Después de todo, la materia Y el espíritu, son indivisibles: el pensamiento es un producto del cerebro, que es materia organizada. La multiplicación de los panes es una prueba de que Jesucristo no desatendió la parte material de sus adeptos. Y la estricta disciplina a que someten los Marxistas pone de evidencia su elevada espiritualidad.
Para mí ambos Maestros son divinos: Jesucristo con su boca florecida de parábola y Carlos Marx con su pluma de rígida dialéctica. Que los católicos y los comunistas se aparten de la ruta moral que marcaron sus vidas ejemplares, poniendo en conflicto sus ideas para justificar sus desviaciones, no aminorará en lo más mínimo la grandeza de sus almas divinizadas por el Genio.
Santiago, Enero de 1950.
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