Por Ramiro Guerra. Abogado y cientista político.
Los pueblos que viven próximos a playas, son dados a cuentos y leyendas.En vida, contó Andrés, que una ocasión, el mar rugió como una fiera herida. Era media noche rumbo al amanecer. Seguramente el mar estaba bravío y como ya había ocurrido, sus olas, enormes, con rabia entraban al pueblo. Pero esa noche, pensó, será diferente. Nunca antes había oído un ruido extraño, como si del vientre del mar, estaba por expulsar una criatura demoníaca. El frio de la madrugada lo sumergió en un sueño profundo.
Al amanecer, el pueblo estaba alarmado; las olas habían dejado una mortadad de peces, como nunca antes había ocurrido. Pero eso no fue lo más alarmante; entre las criaturas muertas, destacaba un pez en forma de crucifijo. Cosas del mismo demonio, dijeron algunos. La verdad que, a partir de esa oleada, la comunidad de los altos santísimos, no fue lo mismo. Pestes iban y venían. Moradores que morían sin causa alguna. La iglesia temerosa, cerró sus puertas. Al cura nunca más lo vieron y las dos monjitas que le hacían los servicios al cura, emigraron. Según Andrés, los que las vieron emigrar, cuentan que llevan sobre su vientre encargos.
El cura, que había venido de los Estados Unidos, de ojo chele, blanco al punto que le pusieron de sobrenombre leche agria. En el pueblo, los partos eran de cuestión diaria y entre comidillas, los niños que nacían, eran blanquito y de ojitos chele. Todo apuntaba hacia la iglesia y la casa cural. Un morador, pasado el oleaje, llegó a decir, «lo que estamos viviendo es propio de pueblos pecadores». Ese crucifijo era cosa del mismo diablo.
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