Desde que se disolvió la Unión Soviética, Occidente ha venido utilizando los tribunales ‎internacionales y la justicia estadounidense para imponer su ley. Las potencias occidentales ‎imponen condenas a quienes las desafían pero nunca juzgan a sus propios criminales. Esa forma de ‎‎“justicia” se ha convertido en el ejemplo absoluto de su política de doble rasero.

Pero el ‎debilitamiento de la dominación occidental desde la victoria de Rusia en Siria, y sobre todo ‎ahora, con el conflicto en Ucrania, comienza a tener serias repercusiones sobre ese sistema. ‎

El fin de la dominación de Occidente comenzó en 2016

El 5 de mayo de 2016, el presidente Vladimir Putin proclamaba la victoria de la civilización sobre la ‎barbarie, o sea la victoria de Siria y Rusia sobre los yihadistas armados y respaldados por ‎Occidente. Se organizó entonces un concierto en la ciudad siria de Palmira, en las ruinas de ‎la antigua ciudad donde la reina Zenobia había logrado que todas las religiones convivieran en paz ‎y armonía. Simbólicamente, aquel concierto de la orquesta del teatro Mariinski, de ‎San Petersburgo, se llamó “Plegaria por la Paz” y el presidente Putin se dirigió a los presentes ‎por videoconferencia. ‎

Los pueblos occidentales no entendieron aquello porque no tenían conciencia de que ‎los yihadistas eran sólo títeres de los servicios secretos de Occidente. Sobre todo después de los ‎atentados del 11 de septiembre de 2021, los pueblos occidentales veían a los yihadistas como ‎enemigos y no entendían porqué los crímenes del yihadismo terrorista en Occidente no tenían la ‎misma envergadura que los que cometían en el resto del mundo. Por ejemplo, los atentados del ‎‎11 de septiembre –atribuidos, contra toda lógica, a los yihadistas– dejaron un saldo de ‎‎2 977 muertos, pero el Emirato Islámico (Daesh), también llamado “Estado Islámico” o ISIS, ya ‎había asesinado a cientos de miles de árabes y africanos.‎

‎El fin de la instrumentalización de la Justicia Internacional

El clima alrededor del proceso iniciado en La Haya, en 2011, contra un dirigente africano ‎derrocado por Occidente cambió radicalmente después del concierto de Palmira. Recordemos ‎brevemente los hechos.

En el año 2000, Laurent Gbagbo era electo presidente en Costa de Marfil. Gbagbo, que era ‎entonces el candidato de Estados Unidos, instauró inicialmente un régimen autoritario que ‎favorecá a ciertas etnias en detrimento de otras. Pero, Gbagbo decidió después ponerse ‎al servicio de su país. A partir de ese momento, Estados Unidos y Francia instigan una rebelión ‎contra Gbagbo sobre la base de errores que le habían llevado a cometer. Finalmente, después de ‎una intervención de la ONU, el ejército francés derroca al presidente Gbagbo, en 2011, y pone ‎en el poder a Alassane Ouattara, un amigo personal del entonces presidente francés Nicolas ‎Sarkozy. El derrocado presidente Gbagbo es arrestado y puesto a disposición de la Corte Penal ‎Internacional (CPI) para ser juzgado por “genocidio”. Pero ese órgano, nunca logró demostrar los ‎‎“crímenes” atribuidos a Gbagbo y acabó absolviéndolo, en 2019, veredicto ratificado en 2020. ‎Desde entonces, la presencia francesa en África ha venido apagándose inexorablemente. ‎

Contrariamente a lo que querían sus fundadores, la Corte Penal Internacional se había convertido ‎en un instrumento de dominación que sólo condenaba a los nacionalistas africanos. Ese órgano ‎no ha investigado nunca los crímenes de los presidentes de Estados Unidos, de los primeros ‎ministros británicos ni de los presidentes de Francia. Su parcialidad al servicio del imperialismo ‎se hizo todavía más evidente cuando su fiscal, el argentino Luis Moreno Ocampo, mintió ‎descaradamente al declarar que tenía detenido al hijo de Muammar el Kadhafi, Saif al-Islam ‎Kadhafi. El único objetivo de aquella falacia era lograr que los libios renunciaran a la resistencia ‎contra la guerra ilegal de la OTAN. ‎

‎El inicio de una justicia internacional equitativa, justa e igual para todos

‎Muy recientemente, el 30 de diciembre de 2022, la Asamblea General de la ONU adoptó una ‎resolución en la que solicita a la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el tribunal interno de las ‎Naciones Unidas, que se pronuncie sobre la legalidad de la ocupación israelí en Palestina. En ese ‎voto se vio un cambio espectacular de posición de la mayoría de los Estados ante una ocupación ‎que se mantiene desde hace… 75 años. Y el único veredicto lógico de la CIJ es que ese órgano, ‎que se consagra a impartir justicia entre los Estados, acabe condenando la ocupación israelí, ‎lo cual obligará los 195 Estados miembros de la ONU a revisar sus políticas sobre la cuestión ‎palestina. ‎

Los Estados occidentales ahora pretenden crear un nuevo tribunal… porque los tribunales que ya ‎existen ya no se pliegan a sus intereses. Los promotores de esa nueva estructura pretenden ‎‎«condenar a Vladimir Putin por los crímenes rusos en Ucrania».

Pero en realidad se trata de ‎hacer olvidar la responsabilidad de la canciller alemana Angela Merkel y del presidente francés ‎François Hollande, quienes firmaron los Acuerdos de Minsk como garantes de su aplicación pero ‎sIn tener la menor intención de actuar para ponerlos en práctica… lo cual se tradujo en la ‎muerte de 20 000 ucranianos. También se trata de negar el hecho que fue en virtud de la ‎‎«responsabilidad de proteger» que el presidente ruso Vladimir Putin intervino militarmente ‎en Ucrania para aplicar aquellos Acuerdos, que cuentan además con el aval de la resolución 2202 ‎del Consejo de Seguridad de la ONU. ‎

En toda operación militar siempre hay víctimas, gente que a menudo muere injustamente. Eso es ‎característico de todas las guerras y es lo que diferencia a las guerras de las operaciones ‎policiales. El problema no es juzgar a quienes hacen la guerra sino evitar que sea necesario ‎recurrir a ella. El objetivo de la justicia internacional no es castigar a quienes se ven obligados a ‎tomar las armas y a matar para defender su patria sino castigar a quienes provocan conflictos de ‎forma artificial y a quienes matan sin razón. ‎

‎La instrumentalización de la Justicia occidental alcanza su límite

‎Estados Unidos y la Unión Europea han inventado una extraterritorialidad de sus leyes. En total ‎contradicción con la Carta de la ONU, Estados Unidos y la Unión Europea violan la soberanía de ‎los demás Estados al tratar de obligarlos a aplicar el derecho estadounidense y el derecho ‎europeo. ‎

Desde 1942, Estados Unidos ha venido adoptando un número impresionante de leyes ‎extraterritoriales, como la Trading with the Enemy Act (1942), la Foreign Corrupt Practices ‎Act (1977), la Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act (la llamada ley Helms-Burton, ‎adoptada en 1996), la Iran and Libya Sanctions Act (la llamada ley Amato-Kennedy, de 1996), la ‎‎USA PATRIOT Act (2001), la Public Company Accounting Reform and Investor Protection Act ‎‎(llamada ley Sarbanes-Oxley o SarbOx, de 2002), la Foreign Account Tax Compliance Act ‎‎(también llamada FACTA, en 2010) y la CLOUD Act (2018).‎

En todo ese dispositivo se conjugan permanente las acciones de la “justicia” estadounidense y las ‎de los servicios secretos de Estados Unidos. Al extremo que el contraespionaje francés (DGSI) ‎señala:‎

«La extraterritorialidad se traduce en una gran variedad de leyes y mecanismos jurídicos que ‎confieren a las autoridades estadounidenses la capacidad de someter empresas extranjeras a ‎sus estándares así como de captar sus habilidades, de entorpecer los esfuerzos de desarrollo de ‎los competidores de las empresas estadounidense, de controlar o vigilar empresas extranjeras que ‎molestan o que son objeto de interés para, de esa manera, generar importantes ingresos ‎financieros» [1].

Ese dispositivo fuerza las empresas extranjeras que trabajan en Estados Unidos, o que utilizan ‎dólares estadounidenses, a plegarse a las políticas de Washington. Además, ese sistema “legaliza” ‎la guerra económica, aplicando el engañoso calificativo de «sanciones» a disposiciones que ‎violan la Carta de la ONU ya que no cuentan con el aval del Consejo de Seguridad. ‎Ese dispositivo es capaz, por ejemplo, de aislar totalmente a un Estado y de imponer el hambre a ‎su población, como sucedió en Irak –bajo la administración Clinton– y como hoy sucede con Siria ‎‎–bajo la administración Biden. ‎

En este momento, siguiendo el “ejemplo” de Estados Unidos, la Unión Europea está dotándose ‎de sus propias leyes extraterritoriales. En 2014, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE, ‎también llamado el Tribunal de Luxemburgo) llegó emitir un veredicto de culpabilidad contra la ‎casa matriz de un buscador español de internet, con sede fuera de Europa, porque su filial ‎‎“violaba” las leyes europeas. ‎

Pero ese modelo occidental también está cayéndose a pedazos. La guerra económica que ‎Occidente ha desatado contra Irán, durante la agresión occidental contra Siria por medio del ‎terrorismo yihadista, guerra económica que ahora también apunta contra Rusia desde que Moscú ‎inició sus acciones para imponer la aplicación de la resolución 2202 en Ucrania, se ha extendido ‎tanto que Occidente ya es incapaz de sostenerla. ‎

Los buques cisterna de muchos países ya no vacilan en cargar petróleo iraní o ruso en alta mar. ‎El mundo entero lo sabe, pero Occidente finge no saberlo. El Pentágono incluso ha llegado a ‎hundir algunos de esos buques en aguas del Mediterráneo, frente al litoral sirio, pero ‎no se atreve a hacerlo frente a las costas de la Unión Europea, después de haber saboteado los ‎gasoductos rusos Nord Stream y Nord Stream 2. ¿Por qué? Porque quienes “violan” allí las ‎mal llamadas “sanciones” ya no son los “enemigos” de Washington sino sus propios “aliados”. ‎

Por desgracia, esas guerras económicas sólo se hacen impopulares en Occidente cuando son los ‎mismos occidentales quienes comienzan a pagar por ellas un precio insostenible. ‎