Un homenaje a dos egregias personalidades del pensamiento filosófico panameño.
Por: Ela Urriola, Ph.D.
Escritora y docente
Hubo un tiempo en el que, dentro del Departamento de Filosofía, confluyeron tres Pedros: una época de maestros, de profundas disquisiciones, de lecturas y descubrientos para muchos de los que ahora ejercemos la docencia o fuimos parte del estudiantado de entonces. Dos de ellos, Pedro Luis Prados Saldaña y Pedro Pineda González, fallecidos recientemente, formaron parte de este diario. El origen del nombre nos remonta al latín tardío, Pētrus, éste a su vez, al griego e, inicialmente, al arameo. Pedro significa piedra, y para los cristianos, es el “cimiento de la iglesia”, “la piedra sobre la cual se edifica la fe”. En su raíz indoeuropea se traduciría como la “piedra de fondo”, esa “piedra sobre la cual se camina y conduce”. Una piedra firme y compacta: con esas características podrían empezar describiendo al Prof. Pedro Pineda. Grande, fuerte, daba una sensación de seguridad que no se circunscribía a su apariencia física, pues la garantizaba su universo interior, apenas empezaba a hablar. Y porque Pedro Pineda tenía una naturaleza única, era capaz de hacer varias cosas a la vez: hablar, enseñar, aconsejar, citar cincuenta libros en diez minutos y recomendar una lectura para enderezar el alma, todo ello sin dejar de sonreír, sin dejar de ser ese ser humano enorme y sencillo, que sonreía como nadie. Que lo iluminaba todo con esos ojos de niño, abiertos al mundo, ojos de filósofo que desgranan lo cotidiano y lo convierte en lección para el que escucha. Ojos de asombro y verdad que habían visto mucho, llorado o soñado en abundancia, navegado por los confines de tantos libros abiertos, recorridos por sus párpados.
Pedro Pineda y sus colegas, él a la derecha.
Pedro Pineda siempre tenía prisa. Quizás sabía que la vida es este río que se escapa frente a nosotros, en nosotros, sumergiéndonos sin darnos cuenta; quizás era consciente de que su tiempo, y todo lo suyo, era de quien lo necesitara. Lo daba, dadivoso: tiempo, consejos, conocimientos, dinero, esperanza. Todos lo requerían, al Prof. Pineda. Ayudó a estudiantes, amigos, colegas y administrativos; ayudó a personas dentro y fuera de la Universidad, encauzó almas y destinos invisibles; ayudaba al ser humano que lo requería, porque Pedro Pineda tenía una excepcional vocación de ser humano. Esa vocación lo convierte en un ser único, en padre y maestro de multitudes, pero, también es cierto, que en no pocos momentos Pedro fue esa piedra que muchos usaron como peldaño para subir, atravesar las cercas, hacerse un lugar por encima del propio Pedro; usaron su tiempo y sus conocimientos y lo olvidaron, porque este sistema “perverso”, como decía él, permite estas cosas, ciertas injusticias, como hacerle espacio a los mediocres o pisotear la nobleza y la sabiduría. Un sistema donde el aplauso genuflexo o el constante cacareo -aunque el huevo sea minúsculo-, resulta lo deseable; donde la coreografía pavloviana y la exasperante contabilidad de puntos obligan a los docentes a coleccionar certificados irrisorios, a fin de no ser tildados de incompetentes; un sistema creado para descalificar la integridad y la vocación, elogiando la insignificancia que resulta ser premiada, la misma que puede convertir en arena a la piedra más compacta.
Pedro Luis Prados
Pedro Prados era la piedra filosofal; excelente orador, pulía las palabras como orfebre, desgranaba los temas magistralmente frente a cualquier auditorio. Especialista en fenomenología, conocía a Sartre y Heidegger como nadie en este país. Profesor de Estética, escritor galardonado y defensor del patrimonio histórico, fue amigo y mecenas de artistas y pintores. Pero Prados era también la piedra en el zapato: criticó a políticos y funcionarios corruptos; hasta el final de sus días le dolía el país por el que luchó en varias épocas de su vida. Un nacionalista herido por la degradación de sus copartidarios, denunciaba el naufragio provocado por la avaricia: muchos sintieron las certeras pedradas de sus valientes escritos. Intelectual de alto vuelo, llevó la teoría a la práctica, no se concibe la Historia del arte panameño sin sus aportes; acuñó, pocos lo saben, el término “La Escuela de Azuero”, con el que bautizó a ese grupo de luminosos pintores panameños.
Ambos Pedros merecieron mucho más de lo que obtuvieron de ese lugar al que entregaron su vida, sin duda. Pero no es de extrañar: ¿es posible olvidar el destino de Sócrates, en manos de la estulticia? Probablemente sea, esta naturaleza socrática y humilde de Pedro Pineda, lo que más extrañaremos de él; del maestro Prados, la inteligencia profunda para desgranar la realidad, el sentido estético para describir una obra pictórica, literaria o musical, con erudición y claridad. Vocación de verdad, pétrea: ese vacío de maestros que resuena en nuestra alma mater. Ese eco sin respuesta. Ellos, en contraposición con la vorágine carente de un equivalente moral o cognitivo; ellos, irrepetibles, nos permiten hoy, con la sacudida de la partida, reflexionar sobre el oficio de preguntar, de asombrarse, de permitir sacar la luz que cada ser humano tiene dentro de sí, pero sobre todo, de continuar resistiendo como las grandes piedras, al deterioro moral, afectivo y humanístico de la sociedad.
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