Por: Pedro Luis Prados S.
Ser consciente de la existencia y de la situación especial de estar en el mundo con otros, es decir, dar sentido a la vida, toma forma y se realiza ― se hace real― por la comunicación que permite el desdoblamiento hacia los demás. Si es posible reconocernos como existentes con conciencia de sí, es a través de la comunicación que convierte el ser-unos-con-los otros en una posibilidad de proyección hacia el mundo.
Esa proyección es reveladora de la libertad humana y de su reafirmación como voluntad y conciencia de ser expresada en cada uno de nuestros actos y decisiones. Cuando desaparece esa posibilidad real de comunicación o es reemplazada por formas sutiles de manipulación o enajenación que distorsionan esa voluntad de ser, nos encontramos ante una sociedad conformada por seres humanos desposeídos de la conciencia de sí y de su conciencia de existir. No en balde la libertad de pensar y de expresión están conexas como derechos incondicionales en la convivencia política y social, no como simples recursos literarios, sino requerimientos básicos de la racionalidad y la comunicación en la vida democrática.
Dos vectores han provocado un colapso en esa capacidad reflexiva y de comunicación en la vida del panameño. Por un lado, una limitante física como la pandemia que obligó a un largo periodo de cuarentena y a la limitación de las relaciones directas entre los individuos. Por otro una limitante moral como la corrupción que convirtió ese elemento primario de la comunicación humana en un aquelarre de despojo y rapiña. Como mediadores de esa conspiración infame, los medios de comunicación promotores de la desinformación, los escándalos y la ignorancia insuflan a diario su dosis de truculencia y enajenación en la inteligencia de una población desaprensiva y crédula, convirtiendo ese sentido de la vida inspirado en la voluntad de existir, en una parodia cruel del molusco que toma un caparazón ajeno para protegerse del peligro.
El creciente número de personas de distintas edades y diversos estratos sociales que se quitan la vida, muchas veces de manera incomprensible inclusive para sus parientes, es un síntoma de un drama que se cuece bajo nuestros pies y que parece no importarnos. Todos los días suenan las alarmas de las organizaciones de ayuda psicológica, sociológica y de bioética devanando teorías para explicar el hecho; a diario las televisoras, emisoras y templos religiosos se atragantan de rezos, rituales y dogmas pero no miran a los lados para examinar esa angustia existencial que corroe el alma de sus feligreses, pero lo más risible ―por cínico y escandaloso― son los discursos gubernamentales cargados de un promisorio bienestar pospandémico, en donde la abundancia, honestidad, trabajo, salud y educación serán los ribetes de un mundo feliz ―sin precisar será el de Huxley o el de Robinson Crusoe― pero que no hace nada por poner una gasa para paliar la purulencia de sus actuaciones presentes.
Dentro de las tipologías de suicidios establecidas por Durkheim tiene especial relevancia el llamado suicidio anómico, “que tiene lugar cuando la sociedad entra en crisis y fracasan aquellas estructuras que han servido para mantener fuertemente cohesionadas la conducta de sus individuos. El suicidio se produce con mayor frecuencia”. La pérdida del sentido de la vida va desplazando los contenidos existenciales válidos, dejando espacio para la depresión y la “caída” en un estado de angustia en donde el vivir se presenta como una pura negación que conduce en la mayoría de los casos a la muerte.
Pero no en todos los casos esa negación conduce necesariamente a la muerte, pues hay diversas formas como se expresan las conductas suicidas que no terminan en el colapso apocalíptico y que no son objeto de las estadísticas, constituyen el espectro más amplio de las conductas suicidas en todas las sociedades. Hay formas de suicidio que pasan desapercibidas por la frecuencia con que aparecen y la ligereza como son manejadas, Castilla Del Pino las clasifica según la forma en que se presentan haciendo uso de mecanismos de encubrimiento, pero que de igual forma representan una crisis por la pérdida del proyecto.
La idea de suicidio, que aparece como consecuencia del autorreproche por el fracaso o la pérdida del objeto, lo que se traduce en culpa que reclama el autocastigo y el deseo de la muerte, y que en muchas ocasiones se expresan con frecuencia en conductas previsibles, necrófilas o por las inclinaciones a temas conexos. Aunque puede sólo aparecer en crisis depresivas ocasionales, puede convertirse en una idea fija de suicidio y conducir a formas más concretas del hecho. Suicidio encubierto, el más frecuente y extendido, que surge como resultado de una pérdida de valoración por el fracaso o la pérdida, el sujeto aniquila el yo, anula la presentación ante los demás y escapa de la realidad por medios indirectos que eluden la responsabilidad del acto como accidentes provocados, la anorexia, el alcohol, las drogas y finalmente la degradación social del sujeto, hasta alcanzar la muerte. No solo se trata de la destrucción de la persona como cuerpo, sino la destrucción previa de la persona como conciencia de sí. El Intento de suicidio, el cual es una forma de llamar la atención de los demás ante la posibilidad de ejecutarlo; es un llamado de atención, ególatra o depresivo, que advierte la posibilidad de morir producto de la depresión o por la pérdida del objeto, pero que no se consuma de manera inmediata aunque puede llevar a situaciones extremas que lo posibiliten. el suicidio ampliado, con el cual el sujeto se pierde su individualidad y conciencia de sí, renuncia a la capacidad de decidir y a la responsabilidad como pare de un grupo ―generalmente delincuencial, también religioso o político― que asume el mandato y determina las acciones. Robotizado y perdido en la condición amorfa del grupo la opción de vida o muerte no está en sus manos y tampoco es su decisión.
Una mirada a nuestro alrededor nos deja el triste panorama de una tierra de zombis, de hombres y mujeres que deambulan por nuestros pueblos y ciudades sin proyecto de vida, sin esperanza de ser ni integrados y mucho menos de ser valorados. No nos duelen solo aquellas víctimas de la angustia y desesperación que en un arrebato se quitan la vida para poner fin al fracaso impuesto por una sociedad incapaz de diseñar su futuro; también aquellos hombres y mujeres, jóvenes y adultos, que no ven una salida de este Valle de Ignominia en que sumidos en un sistema político degradante e insensible vegetan sin futuro alguno. El drama del suicidio no es solo una estadística, es una experiencia lacerante que sólo podemos superar en nuestros hogares y nuestra sociedad fortaleciendo nuestra autoestima, rediseñar nuestro sentido de la vida y dando contenido a una acción colectiva para rescatarnos de la maraña de delito e impunidad convertido en quehacer cotidiano. El sentido de la vida radica en el sentido del amor a nosotros mismo y a los demás como personas dignas y en lo que esto significa como contenido de nuestra existencia.
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