Por: Pedro Luis Prados
Con distintos elementos figurativos, pero con las mismos lacerantes episodios frente a la incertidumbre que la muerte presenta al drama de la existencia, la macabra alegoría de Brughel el Viejo (1525-1569) alusiva a la destrucción y la muerte producto de guerras y enfermedades a la que estuvo sometida Europa durante los siglos XV y XVI, y las arrasadoras pandemias que como secuela de la Gran Peste Negra de los años 1348-1351, constituyen referentes necesario para interpretar el comportamiento humano frente a la contingencia y el fútil esfuerzo por preservar la vida frente a la irreductible presencia de la muerte.
Mientras que por un lado los muertos salen de sus fosas, cabalgan vengativos en esqueléticos jamelgos, se pasean en carretas, pescan a los vivos y desfilan triunfantes en desolados escenarios y , en el fondo, legiones de cadáveres ambulantes marchan aguerridos contra los vivos en un paisaje desolado; en otro extremo del lienzo, como irónica contrapartida, un grupo de vivientes comparten un banquete, un bufón se esconde bajo una mesa, unos amantes se complacen en un recodo, un noble lucha por su corona y un burgués cubre un baúl de monedas.
Esa lucha entre la vida y la muerte, ese enfrentamiento al inexorable hecho de que la nada es la única posibilidad ante el drama del existir, y el temor inevitable ante lo desconocido que presagia el hecho de vivir, son las interrogantes subyacentes en la obra del artista flamenco. Pero frente a este enfoque filosófico la obra nos plantea una realidad más preocupante, la cual es la ligereza y banalidad con la cual los seres humanos afrontamos el problema de la muerte y la subvaloración que hacemos de la vida. Todo el esfuerzo, todo proyecto humano, según palabras del filósofo Martin Heidegger, está resumido e inutilizado por la amenaza permanente del no-ser, y todo parece que los panameños, a pesar de no haber leído al pensador alemán, pretenden conjurar esa inexorable realidad lo mejor posible tomando la guitarra y acordeón, embuchar unos tragos de seco o cerveza y seguir camino de Guanajuato en donde la vida no vale nada.
A esa actitud de desamparo y de incontenible irresponsabilidad al descampado que presentan las escenas surrealistas del pintor flamenco, hay otra forma de subvaloración de la existencia y de irresponsabilidad más íntima que Edgar Allan Poe nos presenta en “La máscara de la Muerte Roja” (1842), en donde el príncipe Próspero y algunos cientos de amigos y allegados se instalan, en la más límpida actitud chorrerana, en un viejo palacio fortificado, impiden el acceso y avituallados de manjares y licores para un largo confinamiento y se dedican a fiestas y orgías en la creencia falsa de que allí no los alcanzará la peste.
Tomo como ejemplos estas obras de arte de la pintura y la literatura ―también las hay en la música, la Sinfonía Muerte y Transfiguración de Richard Strauss es una lacerante expresión― porque trae sobre una nueva realidad un comportamiento ancestral al cual los panameños nunca nos habíamos enfrentado. La actitud ante la muerte, que es un tema filosófico, religioso y hasta estético tiene una correspondencia con la evolución de cada cultura, que la impregna en cada caso una distinta forma de asimilación. Mientras que para los españoles se convierte en un fatalismo religioso que se traduce en un “sentimiento trágico de la vida” como bien lo describiera el maestro Miguel de Unamuno; para los mexicanos es un “laberinto de la soledad” que se resume en un tejido de lo ancestral originario y los mitos religiosos de la colonia, y desemboca en un culto y un vivir para la muerte que resalta brillantemente Octavio Paz o, simplemente, y es el caso de los panameños, se expresa es una “naturaleza y forma de ser” como negación íntima del yo, consecuencia de la subvaloración y pérdida de autoestima consecuencia de las migajas del transitismo y de un prolongado vasallaje colonial, en el análisis de Isaías García.
Aunque no poseemos la convicción colectiva del individualismo anárquico como los norteamericanos, que tanto daño les ha hecho, existe una disposición fomentada por la sociedad de consumo, los medios de comunicación, el desgreño político-administrativo, una educación deplorable y una falsa presunción de derechos sin responsabilidades, que conlleva a la ausencia de compromisos y exigencias de merecimientos sin reciprocidad alguna con el resto de la sociedad. Una cultura del importamadrismo y del “mío es mío y nadie me lo quita” que permea a todas las capas sociales con mayor o menor grado de hipocresía e irresponsabilidad. Porque de igual forma que los habitantes de barrios marginales compran unas cajas de cerveza, se encierran en sus patios y se atiborran en una piscina de plástico; aquellos, los más afortunados, en sus casas de campo, en sus amuralladas villas de recreo o en sus pisos refrigerados disfrutan de sus mejores licores, se agasajan en sus jacuzzis y hacen delicias del virus en gárgaras de Dom Pérignon. Con la gran diferencia que a los primeros la policía los allana y a los segundos les protege la entrada.
Se dice que nadie aprende por cabeza ajena, pero para los panameños tampoco se aprende por cabeza propia. La invasión norteamericana de 1989 dio material para muchas enseñanzas. Desde las experiencias resultantes del abuso de poder y la corrupción hasta el luto y el dolor de acción militar extranjera. Pero todo parece fue en vano, las prácticas de corrupción, el nepotismo y el abuso de poder se han paseado por el escenario político durante 30 años y la muerte parece no hacer mella en nuestra conciencia social. Igual que en aquella ocasión nefasta, en que a pesar de los bombardeos y muertos no fueron motivo para suspender la fiesta de navidad y de año nuevo, de multitudes aplaudiendo el desfile de tanquetas y de encierro en los bares durante los toques de queda, todo presagia que, a pesar del camuflaje enemigo, la ubicuidad del ataque y la incapacidad de nuestras defensas este diciembre replicará el de hace tres décadas.
Hay una disposición creciente entre los panameños hacia lo ridículo como pérdida de la autoestima, desde la distorsión deliberada del lenguaje, un habla acompasada y sin inflexiones, un sublenguaje sin contenido semántico como manifestación de la contracultura emergente, hasta una vestimenta histriónica con pantalones hasta las rodillas, chancletas o sandalias coloridas, camisetas sin mangas, cabello teñido de rubio y ensortijado y “piercings” colgando de nariz, orejas, lengua o mejillas. Como una forma de hacer un reconocimiento de sí en la presentación ante lo demás, no basta sentirse ridículo, lo importante es demostrarlo y para eso se encubre con la moda. Es un mecanismo de muerte ontológica mediante la desvalorización previa a la muerte fisiológica por la contaminación.
El inminente rebrote de la pandemia, la amenaza que se cierne en cada encuentro, saludo o conversación debe llamarnos a la reflexión y a la comprensión de que la solidaridad no es una expresión vacía de un discurso político, es una acción colectiva que implica convivencia, es decir, vivir unos con los otros en el plano de igualdad y respeto; que ese amor al prójimo al que aluden los sermones dominicales empieza en querer a ese prójimo como así mismo; que esas interpretaciones que nos llegan de conocedores mentes sobre el conocimiento de la sociedad, deben empezar por el sencilla expresión socrática del “conócete a ti mismo”. Hurgar en lo valioso que hay en nosotros mismos, de forjar una imagen digna de nuestra identidad personal y colectiva, honrar nuestra condición de seres humanos y sobre todo inculcar el valor de la vida es una lección que esta pandemia y sus secuelas deben enseñarnos y tarea urgente de una revalorización educativa y misión fundamental de la cultura.