Por: Pedro Luis Prados S.
El camino de la felicidad es angosto y peligroso, es como el filo de una navaja Somerset Maugham
Se le debe a Platón la noción de un Estado ideal en que la felicidad de los hombres reposara en manos de sabios capaces de captar las nociones ideales para regir el ordenamiento social, utopía iniciática de una cadena de paraísos sociales de lo que se llenó la literatura renacentista y que algunos creyeron encontrar en tierras americanas. Tomas Moro, Nicolás Campanella, Francis Bacon crearon paraísos administrativos en los cuales la felicidad era el objetivo de gobiernos corporativos igualmente ordenados y precisos. En el siglo XIX el industrial Robert Owen gastó su fortuna creando en New Hampshire una empresa-sociedad en que reinara la justa distribución de la riqueza y la equidad social, el creciente capitalismo competitivo norteamericano se encargó de arruinarlo por amenazar las bases del sistema de acumulación de la riqueza.
Por otro lado, Karl Marx pensó en una sociedad sin clases y en la eliminación de la explotación, hasta que en un pliego de los manuscritos de El Capital se percató que el obrero tendría que seguir generando plusvalía para que el aparato no productivo (burocracia) realizará las tareas revolucionarias.
Con diferentes lenguajes y en todos los modelos, cada gobierno anuncia un utópico reino de la felicidad a sus súbditos como premisa de su actuación y garantía de sobrevivencia. Libertad, tolerancia, respeto ciudadano, derechos humanos y hasta “plata en el bolsillo” constituyen los pregones de esa anhelada felicidad que en el fondo nadie sabe en qué consiste, pero que todos ven llegar en los corceles alados del progreso. Sin pretender entrar en un debate semántico —sobre el cual poetas, filósofos, políticos y teólogos han abundado— me limitaré a esa caracterización pragmática que Henry Fayol dio a administración pública como “una organización cuya finalidad es proporcionar el mayor grado de bienestar a la mayor cantidad de personas posibles”, descartando esos mitos de felicidad total o de bienestar absoluto. De eso se trata, de conciliar fuerzas, diseñar políticas, ejercer el poder del gobierno y regular las acciones de los ciudadanos para lograr en eso heterogéneo contraste los elementos que hagan posible una unidad de criterios sobre problemas y metas colectivas. De ninguna manera se trata de lograr esa difusa felicidad descritas en versos idílicos.
Proporcionar ese bienestar a la mayor cantidad de personas implica un alto grado de responsabilidad y de conciencia social que observe con atención el alcance de medidas a corto, mediano y largo plazo, dejando de lado las creencias personales, intereses de grupo, favoritismos políticos o ideologías de mercado. Ser capaz de absorber criterios divergentes, procesar nuevas ideas y encontrar el “justo medio” que garantice la convivencia sin recargar sobre unos el bienestar de otros, es una cualidad sustancial de los gobernantes hoy en día. Aunque suene risible y hasta chocante, la Democracia como forma de gobierno y modo de vida reposa en el Estado de Derecho y la Institucionalidad, pero sobre todo en la participación ciudadana. Ajenos a esas premisas esenciales los gobiernos de las tres últimas décadas y lo que va del presente, se han caracterizado por esconder con prácticas de manipulación, clientelismo e impunidad una serie de medidas antipopulares y antinacionales en un afán de recuperar lo que dejaron de percibir durante el gobierno militar.
El caso emblemático de esa política del despojo ha sido la modificación a la Ley 51 del Seguro Social en el año 2005, mediante la cual se crea el Sistema Mixto de Pensiones para hacer partícipe a la empresa privada de los beneficios que significaban las cuotas que pagaban los trabajadores para el funcionamiento de la Institución, en especial del programa de Invalidez, Vejez y Muerte. A pesar de las advertencias de economistas, abogados, sociólogos e intelectuales, de las organizaciones obreras y de profesionales de diversas ramas se empujó las reformas para hacer partícipes a empresas aseguradoras y de la banca de los 760 millones de reserva del programa, como si de un asunto de seguridad nacional se tratara, con el consiguiente resultado en la estimación temporal prevista de un colapso financiero de la institución.
El modelo concebido por las IFIS en las postrimerías del siglo pasado y puesto en práctica en algunos países con catastróficos resultados, incluidos derrocamientos de gobiernos como en Ecuador, y que se extendió por toda América Latina como solución a los altos costos que significaban las jubilaciones por el aumento de las expectativas de vida, y que arropó a 98 millones de trabajadores, fue cayendo como castillo de naipes por la insuficiencia de las coberturas. Situación a la que se aboca la sociedad panameña porque nuestra realidad no es distinta a la de los hermanos países ni tenemos una varita mágica en las esclusas del Canal. La salida de la Confederación Nacional de Trabajadores Organizados (CONATO) de la Mesa del Diálogo no puede tomarse como un acto de rebeldía ni de sectarismo sindical, esa acción revela una actitud de incredulidad ante los debates bizantinos que se esperaban del mítico organismo. Y es que no puede haber solución en las medidas paramétricas, aumento de cuotas o financiamientos externos, el problema no se soluciona cargando sobre los trabajadores, que ya dieron sus aportes, el peso extra de aportaciones para garantizar el beneficio de corporaciones privadas.
La única solución válida para rectificar lo actuado es la vuelta al sistema solidario y una inyección financiera que permita poner en marcha una institución de primer orden para la protección de la clase trabajadora, garantía del bienestar social y de la salud pública que los sucesivos gobiernos no han podido paliar. Solución urgente para la reestructuración económica del Estado que demanda el retiro de los jubilados en servicio para poder equilibrar la masa de desempleados y la creciente informalidad que pesa sobre las finanzas públicas abrumada de deudas. Para cualquier observador político la crisis del Seguro Social es una olla de presión que puede provocar una conmoción general agudizada por la pandemia, el desempleo y la corrupción galopante. Se trata, no de alcanzar la felicidad, ni el platónico Estado de ideas puras, la realidad impone medidas que logre el bienestar de las mayorías, aunque aquellos beneficiados con anterioridad por el reino de la abundancia tengan que retirar las manos de la mesa de juego. El sacrificio de unos conlleva al bienestar de otros y la tranquilidad de todos.
Hay que tener claro que ese reino de la felicidad no existe, que el camino que ilusoriamente lleva hacia ella es filoso y lleno de peligros y aún, con pasos firmes y calzados protectores, la amenaza de una herida que desangra siempre está presente.
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