este pueblo está harto, demasiado harto de la hartura de los mismos, y no está dispuesto a tragarse más cuentos sobre las prebendas, las absoluciones a los peces gordos ni el banquete político
Ela Urriola es docente y escritora.
La palabra harto tiene un origen latino, viene de fartus, y alude a la técnica gastronómica de rellenar ciertos alimentos con comida: aves con tubérculos o frutas, cochinillos o pescados con verduras, panes y especias. La imagen de un relleno que se desborda viene a representar la imposibilidad de que ni aire quepa ya en ese estómago saturado, en esa boca repleta de comida, pero ilustra también la terrible sensación de estar “fuera del borde”, de haber sobrepasado la capacidad de digerir una realidad nefasta, un suceso o una serie de sucesos escandalosos e insólitos. Justamente, las dos acepciones de ese concepto constituyen el detonante de la actual situación del país.
La impunidad, el nepotismo y el atraco al erario público, desbordaron la facultad de una sociedad de digerir el historial de corrupción marinado lustro tras lustro. Conocido a veces por sumiso, al pueblo panameño el empachamiento de tal hartazgo institucionalizado no le podía durar para siempre. El que transita las calles con cráteres o el que se arriesga al atravesar aceras inexistentes para llegar a un trabajo mal pagado o a la escuela, el que sortea los ríos desbordados para trasladar alimentos, familiares enfermos o cumplir una jornada de miseria, lo sabe bien.
Y lo sabe el que está harto del desgobierno, al ver cómo se confunde invisibilidad con transparencia; el ciudadano que jamás beberá una gota de ese licor caro porque no tiene agua potable en su casa, lo tiene claro, pues tendrá que llenar las botellas en el río o comprar agua con un salario que no resuelve las matemáticas de la canasta básica; lo sabe, el que se siente insultado porque aspira a una nutrición real para sus hijos, y no enlatados alegremente recetados por quienes ni acercan la jamonilla a sus bocas; lo sabrá bien una sociedad harta de la cotidiana escenografía de escándalos, asesorías espúreas y desembolsos millonarios, de jubilaciones inciertas; un país colectivamente harto de la hartura de unos pocos, de esa “fartura” que pesa mucho, demasiado, por indigesta e insostenible. Los panameños están hartos del encubrimiento y del subterfugio de la pandemia, porque el verdadero virus está emplanillado y saquea, y a falta de hospitales, de atención médica digna, pareciera que la única vacuna efectiva es esta hartura del país.
Hartazgo en esta segunda acepción, la del pueblo: “Sensación de cansancio o aburrimiento que se produce al realizar una persona la misma actividad de manera repetitiva o excesiva». Hartos de aguantar los tranques, las “escuelas rancho”, el “juega vivo”, los lujos de funcionarios parásitos y la incompetencia; mirando a los mismos comensales partidistas hartándose del pastel y las comisiones más suculentas, repartiéndose el futuro de los niños, endeudándonos hasta el tuétano, mientras el país no para de atragantarse con el desempleo, la precaria subsistencia, la realidad del hambre.
Desde hace un par de semanas, en cada provincia, los panameños desbordan su hartazgo ante la desigualdad, la repartición de hectáreas entre la cofradía legislativa, las espúreas asesorías, las botellas y garrafones en las instituciones del Estado que han pulverizado la credibilidad que quedaba, y este hartazgo sin respuestas concretas se torna peligroso, no por las genuinas razones que lo nutren, sino porque aquellos que fueron electos para gobernarnos se muestran incapaces de reconocer y atacar la gangrena. El mensaje es claro: este pueblo está harto, demasiado harto de la hartura de los mismos, y no está dispuesto a tragarse más cuentos sobre las prebendas, las absoluciones a los peces gordos ni el banquete político. El pueblo está harto. Harto de estar harto.
Panamá, 14 de julio de 2022.
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