Autor : Ramiro Guerra.
En su último viaje a su ciudad natal le llamó la atención un viejo local de antiguedades. Entró y desde entonces una rara relación se dio entre él y un reloj de pared que, según el dueño del lugar, tenía como cinco décadas y nunca había dejado de marcar la hora.
Francisco, entrado en edad, siempre en las mañanas al levantarse, lo primero que hacía era echar un vistazo al reloj, colocado en una de las paredes de su pequeño apartamento. Una sensación rara le turbaba y llegó a darla como verdad; el día que el reloj dejará de marcar la hora, ese día terminaba su existencia.
Un amanecer, al fijarse en el reloj, observó que sus manecillas se movían muy lentamente, sobre todo el segundero y el minutero. Francisco pensó, se acerca la hora de mi partida.
Una mañana, a su mujer Manuela le preocupó que su marido no se levantó de la cama. Fue a despertarlo pero, imposible, estaba sumergido en el sueño eterno.
Al salir Manuela a la sala, miró el reloj que, igual que Francisco, había dejado de funcionar.
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