Prisma Uruguayo
Por: Juan Raúl Ferreira.
Joaquín Balaguer se confundió y firmó un papel en blanco (que nadie sabía cómo devolverle). Un funcionario quiso llegar a él toda la tarde para devolvérselo. Todo muy Macondo. Y en la delegación de Torrijos, estaba el propio García Márquez, si bien colombiano, su amistad con Torrijos lo hacía un panameño más.
Entre los dignatarios que viajaban: Aparicio Méndez, el títere de la dictadura militar uruguaya. No se iba a perder la oportunidad. Alquiló en Miami un avión de Eastern Airlines al que le había hecho pintar un escudo nacional para disfrazarlo de Avión Presidencial. No lo pudo mostrar, porque aterrizó en la Base Andrews en Washington, donde le esperaba el encargado de mesa de Uruguay en el Departamento de Estado, para luego juntarse con los demás presidentes.
Yo no podía perder la oportunidad de protestar su presencia en la Casa Blanca, donde Carter ofrecería un almuerzo a todos los Presidentes. Tampoco podía involucrar a la oficina donde trabajaba: la WOLA. Esta, por cierto, había hecho lobby por los tratados, a los que se oponía la derecha estadounidense. Me tiré a hacerlo a título personal.
Yo fui el primer sorprendido con la cantidad de gente que se congregó con carteles, contra «el fascismo en Uruguay» y por la «Libertad de todos los Presos Políticos». La Plaza Lafayette, frente a la Casa Blanca, desbordaba de gente. En momentos en que los Presidentes se sentaban a la mesa, en el salón de Fiestas de la Casa Blanca, Torrijos, que sabía bien de qué se trataba, le pregunta a Carter: «¿Quiénes manifiestan, opositores al tratado?». Este, delante de Aparicio Méndez, se apresura a corregirlo: «No, no, se trata de exiliados uruguayos manifestándose contra la dictadura». Torrijos, por ese entonces gran amigo, le dice a García Márquez: «Ahhhh, sí los uruguayos… Algo me habían dicho. Gabo (García Márquez) tú vete con ellos y yo me quedo acá». ¡Ojalá hubiera podido ver el rostro del mandamás uruguayo! De los que Wilson llamó en su momento blancos baratos. Y allí fue a acompañarnos el autor de Cien años de Soledad.
Yo hacía uso de la palabra, tan emocionado, como joven. Agradecido, con la verdadera multitud que se había congregado. No sé describir la sorpresa que me causó la llegada del GABO. Habíamos sentado en el estrado en un lugar de honor, a Isabel Margarita, la viuda de Orlando Letelier. Pero tratando de no perder el hilo de lo que venía discurseando, yo mismo arrimé una silla para que se sentaran juntos.
Ya a esa altura sentía que habíamos logrado que el costoso viaje de Méndez fracasara, a pesar del «Fuerza Aérea Uno» trucho, y otras macacadas. No sospechaba que hubiéramos apenas dado un puntapié inicial, a una serie de hechos que contribuirían a un mayor aislamiento de la dictadura.
En efecto, cuando fruto de esos Tratados que se habían firmado se entregaba a manos panameñas las primeras esclusas «Miraflores Lockers», se hizo un gran acto en la entonces Zona del Canal. Torrijos me invitó junto a Diego Achard, (ya existía la Convergencia). A mediodía, desde cualquier punto de la ciudad se podía ver la cima del cerro Ancón, donde flameaba desde 1903 la bandera de EEUU. Fue bajada, e izada la enseña panameña.
Fue de los momentos más emocionantes de mi vida. Apenas la bandera de Panamá llegó a lo alto del mástil, la ciudad, el país entero rompió en una explosión de festejo popular incontenible. Baile en las calles, bocinas de autos, fuegos artificiales, bandas musicales. Nosotros, frente al cartel de la famosa juguetería: «El Hombre crea, el mono imita… Con el Machetazo no hay quien compita».
A primera hora de la tarde, era la ceremonia oficial en las esclusas. Por Estados Unidos, estaba el vicepresidente Móndale. Por Panamá, el Presidente Arístides Royo. Y una silla, en medio del estrado, para el Gral. Torrijos, líder indiscutido del país. Pero, pasaba el tiempo y no llegaba. Y no llegó, hubo que hacer el acto sin él. Llegó un telegrama que decía: «De que se van, se van… Desde algún lugar de Panamá, Gral. Omar Torrijos Herrera». Estaba cruzando el canal a nado, lo que registró la prensa al otro día.
Los únicos uruguayos presentes, éramos el Cr. Enrique Iglesias, Srio. Gral. de Cepal, Diego Achard y yo. Ningún invitado oficial del régimen uruguayo. Este conjunto de cosas hizo que el izamiento de la bandera en el Cerro, y la frase de Torrijos llegaran a ser motivo de muchos discursos de mi viejo contra la dictadura uruguaya. Es más, la Juventud del Partido Nacional llegó a pintar carteles que decían; «De que se van, se van».
Wilson llegó a citar la frase, en su anuncio en la ciudad de Buenos Aires, cuando inicia la «operación regreso» en un acto en la Federación de Box de Buenos Aires en 1984. Lo describe como dicho «en muy mal castellano, pero perfecto e inmejorable panameño…». Aquel histórico día nada nos permitía pensar todo lo que vendría después.
Pero volvamos a septiembre del 77, en Washington. Terminado el acto frente a la Casa Blanca, aflojamos los nervios. La dictadura se había embarcado en un costoso operativo de relaciones públicas y diplomáticas. Nosotros no habíamos gastado un peso, pero a garra y con esa fuerza que daba luchar por una causa justa… una causa nacional…. le habíamos ganado la cuereada. Y faltaba, sin que nos imagináramos, lo mejor.
Llego a mi casa, (922 de la calle 24 en el noroeste), no lejos de allí. Me encuentro con un sobre que no cabía en el casillero de mi correspondencia en portería. Era de un papel color papiro, sólido como cartón, casi madera. Lo abro y era una invitación de Torrijos, para esa misma noche en la Embajada de Panamá, en honor del Presidente Carter.
El General, que cuando se trataba de ser solidario con nosotros no tenía límites, me llevó a saludar al Presidente de los Estados Unidos: «Este amigo mío es el que no nos dejaba almorzar en paz a mediodía». Yo me serví un ron panameño, que tuve en mis manos toda la jornada. Solo hice una cosa esa noche. Mirar fijo a los ojos, a Aparicio Méndez.
La vida tiene esas cosas. Él tenía todo el poder en Uruguay. Yo era un muchacho del lado de su pueblo, y de su gente. Pero podía mirarlo a los ojos, y el que no podía soportar era él. Le arruiné la movida diplomática, la jornada y la cena. Con eso me bastaba para un día.
Cuando un par de años después tuve que despedir los restos de Torrijos en Panamá, víctima de un atentado nunca aclarado, no sé ni quiero acordarme qué dije. Espero haber sabido transmitir la gratitud enorme que le guardaba, y que me sigue acompañando.
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