Un sesudo y profundo escrito, publicado hace tres años atrás, por el maestro Pedro Luis Prados, especial para el periódico y cae como anillo al dedo, esclarecedor de los hechos por los cuales transitamos los panameños en este día en que se celebra los 235 años de la Revolución Francesa y se siguen estudiando sus causas.
Por: Pedro Luis Prados
Hace unos meses hice unos comentarios sobre los hechos que desataron el levantamiento del pueblo parisino en 1789 y que culminó con la caída de la monarquía de Luis XVI. En esa ocasión advertí, no como visión de nigromante, sino por la documentación de la moderna historiografía, que fue el aumento del impuesto sobre la harina propuesta por Necker y el inevitable aumento del pan la causa de los desórdenes callejeros y no los sesudos escritos y discursos de los ilustrados. Decía que fue el costo de la sencilla hogaza de pan la que hizo aflorar los resentimientos, abusos y corrupción de la corte de los Capeto y desatara un movimiento que terminó con la cabeza de los monarcas en proletarias cestas.
Todos los grandes movimientos sociales, cuya dinámica ha transformado sociedades, acelerado cambios en los ordenamientos políticos y promovido nuevos idearios en la mente de los hombres no han sido fruto inmediato de las grandes teorías, elocuentes discurso ni textos eruditos. En todo los casos, sin excepción alguna, han sido el producto de la “necesidad” convertida en categoría histórica y estandarte colectivo. Es la carencia de aquellos bienes mínimos requeridos para la existencia, convertidos en clamor y luego en iracundia los que mueven multitudes, enfrentan a los hombres y sacuden el orden establecido. Esa necesidad se expresa como una forma de “antihumanidad” en la medida que niega la posibilidad de existencia dentro de los parámetros que el “humanismo”, no el “humanitarismo” piadoso, contribuye a la dignificación del ser humano.
Entiendo que el Señor Presidente tenga una actitud de negación frente a la Filosofía, no todas las personas están dispuestas a trabajar con ideas y entramados discursivos, es posible tenga más inclinación al empirismo acrítico que lleva a la acción por puro impulso. Y es posible tenga razón, el Doctorado en Filosofía ni los estudios avanzados de Economía y Finanzas Públicas de Emmanuel Macron, presidente de Francia, lo han librado de protestas, malacrianzas y desórdenes callejeros. Tal vez sólo baste tener un poco de sentido común, de escuchar el latido silencioso del pueblo y desandar el camino ya transitado por otros. Ese saber que prodigó el General Torrijos y que al parecer no tuvo seguidores.
Es difícil ponderar la magnitud del descontento asomado a las calles y que ha tenido como motivación el aumento del costo del combustible, no es posible detectar cual es el foco de descontento que mueve cada comunidad, es imposible imputar responsabilidades a tal o cual dirigente, pero es mucho más difícil cuantificar el acumulado de resentimientos y frustraciones que esconde cada uno de los hombres y mujeres que se tiran a las calles con la semilla de odio inoculada en la sangre. No se trata de una reacción caprichosa de algunos personajes ansiosos de figuración, que también los hay; tampoco es la reacción serializada de individuos molestos por un problema particular muy específico, se trata de brotes aislados con diferentes motivaciones y diversidad de necesidades, pero con un común denominador objetivado en los excesos y falta de transparencia de la acción gubernamental.
No es fácil sentarse ante una cámara de televisión, y tampoco es creíble, explicar a una población volcada en las calles, que esas carencias que viven a diario los diferentes segmentos de la sociedad, las promesas incumplidas y la falta de políticas públicas son una simple percepción y no una lacerante realidad que es vivida día a día ante el esplendor circense de una Asamblea Legislativa en un festín de avaricia y un Ejecutivo que da las espaldas a un país que se deshace aceleradamente víctima de las tensiones entre la incertidumbre y la corrupción. Las oportunidades perdidas para priorizar cuáles eran las necesidades que deberían ser atacadas con celeridad, fueron soslayadas por discursos pueriles y actuaciones teatrales que actuaron como un “bumerang” sobre la opinión pública, restando credibilidad a las actuaciones gubernamentales. Y como el niño en su paso de la infancia a la adolescencia, el circo deja de entretenerlo y los pantalones largos plantean nuevas demandas.
Es posible que las protestas por el aumento del combustible no tengan justificación alguna, en la medida que esos precios dependen de los manejos de las empresas petroleras en el mercado mundial. También es posible que muchas de esas demandas carezcan de motivaciones reales, porque muchos de esos proyectos prometidos están estancados en una burocracia estéril; pero lo que no puede taparse con un discurso en la pantalla de televisión o una promesa en una comunidad campesina, es el acumulado de iniquidades y excesos que los funcionarios públicos, de diversas gestiones y partidos, han sembrado en la conciencia ciudadana. Tampoco es posible borrar con un subsidio milagroso los escandalosos latrocinios acumulados en la memoria colectiva.
Poco a poco, con la paciencia de una hormiga, la clase política ha construido un entramado de acuerdos y relaciones infames confiados en que ese aparato diseñado para encubrir sus actuaciones y canalizar sus beneficios no es susceptible de ser “percibido” por una sociedad que observa y padece, pero no olvida. La necesidad no tiene tiempo de esperas, tampoco se empantana en la reflexión teórica ni se ordena y etiqueta en cuadernillos; es una experiencia viva, e irremplazable que tiene como corolario único la violencia.
En verdad no espero que los ocupados miembros del Gabinete ni los elocuentes miembros de la Asamblea tengan la disponibilidad de tiempo para enfrascarse en la lectura de Jules Michelet, Albert Souboul o David Jordan, grandes historiadores de la Revolución Francesa, para poder hurgar las interioridades de ese movimiento icónico para el Mundo Occidental, pero sería positivo que alguno de sus “influencers”, con el tiempo disponible, así lo hiciera para tener referencias de las enseñanzas de la historia puede proporcionar. Y como dijera el filósofo George Santayana: “Los pueblos que no conocen la historia, están condenados a repetirla.”
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