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MADRE, UN SER QUE NO TIENE COMPARACIÓN.

Dedicado A Delfina Guerra Acosta.


Por Ramiro Guerra M.

Nunca se me olvidará el rostro adusto de mi abuela, mamá de mi madre Esther María Morales. Ella poco o casi nada sonreía. Llevaba sufriendo por dentro de su corazón. Solo ella llevaba esa carga tan pesada.

A nadie le contaba la razón de esa dureza de carácter y temple. Yo intuía que, su corazón era un manantial de lágrimas y sufrimiento. De vez en cuando, como acompañante de su soledad interior, logré arrancarle algunas brevísimas historias.

Mi madre Esther tuvo dos hermanas, Minerva (Mima) e Isabel. Los recuerdos ponían en su boca palabras que ella rehuía contar.

¿Qué será de Mima?
Supe, no por ella, sino por un tío, que mi tía Mima se caso con un centroamericano, allá por la década de los cuarenta del siglo pasado y se fueron a vivir a Costa Rica.

Delfina más nunca supo de ella. Como si se la hubiera tragado la tierra. Murió sin saber de Mima. Isabel, la otra hermana de mi madre, vino hacia la ciudad capital. Se casó con un joven de apellido Turner. Mi madre, luego supo que Isabel murió y dejó un hijo.

Era una época en que viajar a la capital era toda una travesía, angustiosa y llena de obstáculos. No pudo asistir a su sepelio y nunca supo que fue de su nieto, seguramente de apellido Turner.

Mi abuela, a la que llamaba como Mami, solía los ocho de diciembre, poner una vela encendida en un rincón del cuarto del barracón donde vivíamos.

En una ocasión le pregunté a que se debía esa costumbre de la vela encendida. Fue cuando me narró lo sucedido. Resultó que un hijo suyo, joven todavía, había muerto precisamente un día como ese. No supe que decir. Eso es duro para una madre. Otro tío se suicidó.

Mi abuela dió a luz 16 hijos. Sobrevivió a la mayoría de ellos. Uno, al cual ella adoraba desde lejos, Santos Jorge Guerra, se enlistó en el ejército estadounidense en la coyuntura de la segunda guerra. Se quedó en ese país.

Nunca dejó de escribirle a su madre. Yo era el que iba al correo a recoger sus cartas y se las leía. Esos fueron los pocos momentos en que su rostro destellaba un poquito de alegría.

Estando yo en la capital, me enteré que, mi tío Santos llegó a Puerto Armuelles. Fue la última vez. Luego supe que las cartas dejaron de llegar, pero sí la noticia que había muerto.

Solo una madre tiene el temple de cargar tanto suplicio. Ahora que narro esto de Mami, la entiendo. He llegado a pensar que ella evitaba hablar de su vida porque pensaba que, sí lo hacía, parte de la pesada carga que llevaba por dentro, recaía sobre el oyente.

Una historia que me contó fue cuando sus dos hijos más chicos, mi tío Papi y Esther, se le escaparon a mi abuelo Gertrudis Morales.

Vivían en Bugaba, Concepción. Ella se había separado de mi abuelo y vivía en finca blanco de las bananeras. Trabajaba en una fonda. Un día un asiduo cliente le dice, oye Delfina, esos niños de quiénes son; ella se voltea y una especie de asombro y susto le invadió. Eran sus dos pequeños. Siempre se preguntó como fue que dieron con ese lugar. Más nunca regresaron donde el abuelo.

Aquí empieza otra historia. Uno de los asiduos clientes era un trabajador de las bananeras. Un joven simpático, parecía tener unos 24 a 26 años. Ese joven se llamaba Venerando Guerra. Mi madre Esther entre once a doce años. Fue un enlace para toda la vida.

Mi abuela siempre le guardó gran aprecio a don Venerando. Después escribiré sobre esa relación de amistad y aprecio, suegra – yerno.

Dedicado A Delfina Guerra Acosta, tronco Del Clan Guerra Morales.

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