Por: Gonzalo Delgado Quintero
Cuando niños, en la escuela o en los patios vacíos de nuestras casas o donde fuera posible, la muchachada del barrio jugaba bolas (canicas). Ya fuera en el triángulo, el hueco, choclo o quiñando al pulso. El más tramposo era Jito Peje. Siempre ganaba y si la concurrencia de jugadores era mucha y se llenaba el ring con esas deslumbrantes bolitas de vidrio, él sacaba un balín (Steel) y arrasaba con todas esas pequeñas esferas multicolores que nos apasionaba acumular y que exhibíamos en recipientes o botellas con orgullo de triunfadores.
La habilidad de Peje, obviamente, al usar este balín de acero, le ayudaba a que no se quemara, porque el peso de esa bola de balinera de tráiler traspasaba el área marcada llevándose a su paso todas las canicas.
De la Victoriano Lorenzo, a veces nos íbamos a San Antonio. La calle segunda divide estos dos sectores en Tocumen, pero los muchachos éramos todos amigos, regularmente muchos estudiábamos en el mismo salón de clases de nuestra querida escuela Ricardo J. Alfaro.
De este sector recuerdo a Castrellón y a Jaime Diablo Rojo, traviesos a morir; también vivía en San Antonio, Edith, una hermosa gordita de profundos ojos verdes. La recuerdo bien, porque nuestra gran maestra Luzmila, nos llamaba a todos y pidiendo a Edith que se tapara los ojos, como los tenía muy claros, ella, la maestra, nos demostraba como se ensanchaba y se contraía la pupila que se dilataba para regular la entrada de luz. Eso lo aprendí tempranamente.
En tanto, en los juegos de bolas y trompo, en San Antonio, jugábamos con Pepe Coronel, con quien hicimos una gran amistad que hoy perdura. Después, otras amistades como Eric Pargo que se sumaba a la lista de amigos en los tiempos en que llegó a Panamá la fiebre del fútbol, por supuesto, todos influidos por el Rey Pelé, a quien gracias a la televisión en colores, también recién llegada a nosotros, porque antes era en blanco y negro, pudimos apreciar esa magia del futbolística más grande de todos los tiempos. Debo decir que en ese mundial de México, Brasil llegó a ser campeón, cierto con Pelé, pero también fue gracias a que los cariocas tenían un elenco inigualable.
También jugábamos trompo, sobre todo, en la mejor temporada del verano. Marcábamos la rayuela circularmente al enterrar el clavo de un trompo en un punto del suelo que luego se marcaba con uno o dos hilos empatados con los que se hacía la circunferencia; luego, siempre alguien ponía un Real en el centro. El juego consistía en sacar la moneda fuera de este círculo y era tuya, siempre y cuando no quedaras atrapado dentro del mismo, porque de lo contrario, el dueño del real se quedaba con tu trompo. El campeón sacando la moneda era Iván Bonini, que usaba un hilo muy corto, con el que podía envolver más rápido el trompo y tirar.
Con el juego del trompo también se hacían competencias de tejo, que consistía en bailar el trompo sobre la mano o suspendido en el hilo y luego se procedía a pegarle a ese platillo de soda. Pero el tejo que se elaboraba con el platillo de la soda debidamente remachado al corcho que antes traía esa tapa, era el más propicio para el impulso y recorrido de mayor distancia que le producía el trompo cuando, con precisión, impactaba ese platillo. Lo que nunca me gustó con el trompo, fue jugar gallito, porque quedaba destrozado.
También elevábamos nuestras cometas cuidadosamente hechas por nuestras manos con varillas de birulí de la flor blanca de la caña de azúcar, con el que armábamos una especie de armazón y lo cubríamos con papel periódico o de celofán y allí, teníamos una hermosa cometa que al rato se movía en los cielos; pero lo que más hacíamos era ir al río a nadar o a jugar la lleva, demostrando destrezas en el nado y el buceo profundo de largo aliento.
Las idas al río, en Tocumen, eran diarias. Aguas limpias y de buena temperatura, había un cuadro donde jugamos fútbol o pachequeabamos al boxeo a puño limpio. Allí trompeábamos con cualquiera. Una vez Mota de Pava, por accidente, me rompió la nariz y en otra ocasión casi le fracturo una costilla a yunier Petra.
Y es que había la confianza de parte de nuestros padres, porque en aquellos tiempos, se imponía la honestidad y la responsabilidad sembrada desde el hogar, se respetaba a las personas, sobre todo, a los mayores y a su vez, éstos, actuaban con responsabilidad ante los de menos edad. Por tanto, solo había que decir que “me voy para el río”, y a pesar de que siempre existían los peligros, nos íbamos. Aunque cierto es, que también había menos drogas. Eran tiempos sanos.
En mis tiempos algunos de los muchachos, fumaban cigarrillo y los más salidos del tiesto, ruliaban y se fumaban su bate de kenke. Por cierto, el único vendedor de canyak era Callín. Tenía curacot y pesocot, por supuesto, de acuerdo al boloncho.
Y los muchachos más sanos éramos advertidos de alejarnos de los que fumaban mariguana. En ese tiempo fumaban su porro cuaracot, Barrabas, Pambelé y Peligro. Siempre andaban juntos en la barriada. Estos eran nuestros vecinos, pero lo hacían con respeto. Al momento de prender su calilla, se separaban del grupo, sabiendo que no a todos les agradaba el olor del humo peculiar.
Lo que si es que Piripicho, hermano de Callín, llegaba después del río, con los ojos prendidos, rojos y achicados al pequeño negocio de mis padres, una abarrotería de nombre: “Los Cuatro Hermanos”, y nos pedía que le despacháramos un boom o sino un pan de dulce, queso amarillo y una Royal Crown, para matar la lipidia que le daba después de fumarse su calillón. Este si se jalaba y se pitiaba su bolonchón de a peso.
Esa era la droga más peligrosa que había entonces. Y sin que se entienda que defiendo el consumo de mariguana, sin embargo, todos los que he mencionado, algunos ya murieron, pero por otras causas, más no, por el asunto de fumar mariguana. Incluso, de aquellos muchachos, ahora viejos, aún están vivitos y coleando, la mayoría de los canyakseros del barrio, de nuestra Victoriano Lorenzo de Tocumen. Dedicado este artículo a mi gente de este querido barrio.
El autor es periodista, escritor y analista
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