Por Mallela V. Pérez Palomino
De vez en cuando, se hace necesario refrescar la pluma, mientras tras bambalinas se añejan otras posibles alternativas.
Y me acomete la musa al observar el encendido debate que logra un connotado articulista con sus letras cuestionadoras de la existencia o no de Dios.
Debatir, este es un éxito que pocos comunicadores pueden anotarse, pues como docente siempre induzco y refuerzo (al menos eso creo) esa noble iniciativa en los estudiantes, quienes en algunos casos no se animan.
Por supuesto, esto es propio de un selecto grupo convencido que los pupilos deben tener su punto de vista personal, que es necesario hacerlos mirar a través de un prisma mejorado a base de las opiniones de los compañeros de aula y esencialmente, que no repitan como papagayos lo que el profesor les dice que deben pensar.
En medio del fuego cruzado entre creyentes y no creyentes, sonrío para mis adentros y siento pena por aquellos que plantean una ofensiva casi irracional con ideas que podríamos llamar fundamentalistas, como si Dios necesitara que algún mortal lo defendiera. O sea que no se sienten abogados del Diablo, sino todo lo contrario: abogados de Dios (aclaro para los malpensados).
También me hacen echarme hacia atrás en mi asiento los otros que arremeten contra las creencias religiosas con un impulso fiero, casi bestial, como si atacar a Dios solucionara los problemas de la humanidad. Conozco a un soberbio sujeto al cual le repito cuanto puedo: Dios no necesita que creas en él para existir. Y confieso que mi redundancia es de mala fe.
A través de charlas con amigos y conocidos, escucho con sacrosanta paciencia (que no es mi fuerte) diversidad de posturas referentes al tema: ortodoxas, abiertas, muy filosóficas, categóricas, etc. Algunos confunden la creencia en una fuerza superior con las iglesias o religiones. Otros tienen muy clara la diferencia.
A pesar de la dictadura mediática, las pinchaduras telefónicas, los cookies espías, censores cibernéticos, seguimientos y otras hierbas, considero que aún podemos expresar nuestro parecer y es edificante. Como reza un popular adagio “dos cabezas piensan más que una”.
Creo en la existencia de un ser superior, pero esto no se constituye en atadura frente a la incesante búsqueda de la praxis. Estoy segura de la influencia que en mi educación primera tuvo la amistad de un cura jesuita, luego convertido en mentor.
Este personaje que, bajo las miradas inquisidoras de las beatas pueblerinas, termina la eucaristía y abandona la sotana como si le quemara el cuerpo. Luego, ataviado con pantalones diablo fuerte y franela, se desplaza a trabajar con la comunidad. Aún recuerdo aquel italiano malhablado que en el calor del trajín no charla, sino que grita y gesticula. Con el tiempo uno se acostumbra. Estos italianos…
Nunca niega la ciencia, al contrario, su comportamiento rigurosamente científico me hace dudar de su estatura espiritual (en realidad la duda no sólo era por su curiosidad científica;ya que sus intemperancias en idioma italiano, también resultan de valiosa apoyo a mis incertidumbres).
Pietro, un ser algo irreverente (debo admitir que bastante irreverente) para las costumbres de su propia Iglesia, se reviste de paciencia para enfrentar las mentalidades y poses de los grandes personajes que el papel de cura de pueblo le impone.
Todo lo observo desde mi óptica infantil inexperta, pero no por eso menos detallista. Observación, simple observación: uno de los mandamientos del clérigo como lección de vida.
Investigar, siempre investigar: otra máxima del sacerdote jesuita que se convierte en mi Padrenuestro. Llama la atención el hecho que sus enseñanzas discurren en tiempos en que preguntar por qué es igual a pecado mortal, tal cual la época del oscurantismo.
Para saber qué es un árbol, tienes que ver uno, otra sentencia del religioso. Y después lo que menos se espera:
-Entonces ¿cómo saber qué es Dios, si no lo veo?-.
Deja de lado momentáneamente sus menesteres, me mira y contesta:
-Nunca lo había enfocado así-.
La existencia o no de Dios, una temática intocable en mi pueblo, al menos en público.
Gabriel García Márquez expresa: “Me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como que no existe”.
René Descartes, filósofo, matemático e inventor de la geometría analítica acota: “La existencia de Dios es más cierta que todos los teoremas de la geometría”.
Recordemos por un momento la “Teoría de todas las cosas” (realmente no es una teoría, puede ser una ironía) de Albert Einstein y la variable del observador que la formule en las diferentes ciencias. “Dios no juega a los dados” decía el científico y nos preguntamos, ¿realmente todo es predecible? ¿Desvariaba acaso?
En otro enfoque, el gran escritor, ensayista y filósofo libanés Gibram Khalil Gibram, cuenta que un día un perro observa en una esquina un tumulto de gatos reunidos en torno de un gato enorme, que predicaba:
–Orad, compañeros, orad, que si oráis con fe, del cielo caerá lluvia de ratones-.
El perro sigue displicente su camino murmurando:
–¡Qué novedad! Todos sabemos que si oramos, del cielo lo que caerá serán huesos-.
Cuestión de fe, apreciados lectores.
Y siguiendo con la esencia de la polémica, narro una anécdota personal.
En medio de rica conversa que sostengo con un gran amigo, despierto a la realidad de su ateísmo.
Extraña y algo i incómoda por no no haber captado antes ese detalle. Una persona muy importante durante más de veinte años: un individuo que, con todos reitera sus generosas acciones y que luce esa actitud relajada de quien no abriga esperanza alguna de agradecimiento o retribución.
Considerado por todos como un tipazo, incluyéndome, se hace inevitable que me asalte la pensadera y a la postre, como colofón, creo fehacientemente que sus buenos sentimientos y acciones son culpables de nublar mi perspectiva de su formación espiritual, religiosa o lo que sea.
No exhibe su etiqueta de ateo y se la pasa practicando la filantropía. Eso me dice que, más que el temor al supuesto castigo por malas acciones u omisiones que envíe un ser superior; su esencia es pura y rompe así las estructuras convencionales del pensamiento.
En una ocasión, nuestra charla profunda salpicada de buen humor, deriva a un punto en el cual él confiesa algo insólito y dice, al observarme incrédula:
-Créeme, te lo digo con propiedad-.
Haciendo aspavientos le pido que jure la veracidad de la aseveración, cuando en segundos mi memoria se tropieza con la remembranza de su naturaleza.
Me adelanto:
-¡Verdad que eres ateo!-.
Y contesta con aquella mezcla suya de flemática solemnidad y desfachatez:
-¡Sí lo soy, gracias a Dios!-.
¿Ironía? ¿Sarcasmo? ¿Verdad?
La profundidad de aquella reflexión aún hoy es objeto de mi meditación.
Quizás hace rato ha llegado el momento de no hacer tanta alharaca teorizando sobre la existencia o no de Dios. Talvez simplemente las obras, las acciones concretas tienen que demostrar la solidaridad con los más desprotegidos y expoliados.
Es posible que las energías y recursos malgastados en rituales encíclicos y boatos litúrgicos sea mejor canalizarlos hacia los planes de ayuda a los más necesitados, a los ya hartos de pronunciamientos y vacíos de cumplimientos; en lugar de convocar la caridad de otros que no tienen las riquezas apostólicas ni tampoco el poder.
Acaso la materialización de esta disciplina tiene la inspiración en la eterna presencia de un hombre de carne y hueso llamado Jesús que no es parte de ningún colegio cardenalicio ni se regodea en los privilegios del abolengo eclesial.
“Por sus actos (frutos) los conoceréis”.
Y usted, amable lector, ¿cree o no cree?
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