Por Gabriel García Márquez
(Agosto de 1977)
«La última persona que vi antes de venir a Washington fue al general Torrijos –replicó–. Además, anoche cené hasta muy tarde con los negociadores panameños, y esta mañana desayuné con los negociadores norteamericanos».
Al presidente Carter le hizo mucha gracia aquel cúmulo de casualidades calculadas. En ese caso –sonrió– es usted el que me tiene que contar a mí cómo están las cosas.
De este modo, el tema que no estaba en la agenda no solo fue el punto de partida de las conversaciones, sino que había de convertirse en el de mayor relevancia. Al día siguiente, Carter declaró en una rueda de prensa que la intervención de Carlos Andrés Pérez había sido decisiva para impulsar el nuevo tratado sobre el Canal de Panamá, e hizo, de paso, un cálido elogio al general Omar Torrijos, y expresó su deseo de conocerlo.
El general Omar Torrijos vio por televisión la rueda de prensa de Carter en su casa de mar de Farallón, unos 150 kilómetros al oeste de la ciudad de Panamá, donde suele pasar la mitad de la semana descansando sin descansar.
Escuchó las palabras de Carter inmóvil en un sillón de playa, chupando el cigarro apagado, y no dejó traslucir ninguna emoción. Pero más tarde, en la mesa redonda en que cenábamos con dos de sus ministros y algunos asesores, hizo una evocación imprevista.
Cuando oí el elogio que me hizo Carter, dijo, sentí como un aire caliente que me inflaba el pecho, pero enseguida me dije ‘mierda, esto debe ser la vanidad’, y mandé aquel aire al carajo.
Conservo muy buenos y muy gratos recuerdos del general Torrijos, pero ninguno lo define mejor que este. Es además un recuerdo histórico, porque aquella noche se estaban definiendo las cosas que habían de culminar este fin de semana con la reunión de presidentes en Bogotá.
Había sido una jornada tensa, intensa y extensa, agravada por un temporal del Pacífico que se rompía en pedazos con una explosión de cataclismo en las galerías de la casa, y dejaba en la arena un reguero de pescados podridos.
Torrijos, que es capaz de soportar días enteros con los nervios de punta, pero sin perder el sentido del humor, sin perder la paciencia ni los estribos, se había debatido durante muchas horas entre la incertidumbre y la ansiedad, mientras esperábamos las noticias de Washington. «El pueblo panameño –decía– me ha dado un cheque en blanco, y no lo podemos defraudar».
La idea de reunir a cinco presidentes amigos para someter a su consideración el borrador final, estaba desde entonces dentro de su cabeza. Tan importante era para él ese respaldo político y moral, que para tratar de conseguirlo no ha vacilado en someterse a lo que más detesta en este mundo: la solemnidad de los actos oficiales.
¿Para qué carajo sirve la plata?
Lo que faltaba por resolver en aquella noche de Farallón, era una simple cuestión de plata. Desde que se firmó el tratado Bunau Varilla en 1903, Estados Unidos no le ha pagado a Panamá sino 2.3 millones de dólares al año. Es un sueldo irrisorio. Ahora Panamá reclamaba mil millones de dólares inmediatos, como indemnización por las sumas dejadas de pagar, y 150 millones al año hasta la recuperación total del Canal el 31 de diciembre en 1999. Estados Unidos se negaba a aceptar no solo las sumas, sino inclusive las palabras. Pagar «indemnización», alegaba, implica la aceptación de haber causado un daño. Por último, aceptó la palabra «compensación», que para el caso era lo mismo, pero se empecinó en regatear el dinero.
Torrijos consideraba que de todos modos era un paso importante, porque clarificaba una cuestión de principios, pero dio instrucciones a sus delegados en Washington para que siguieran peleando por el dinero.
La firmeza de Estados Unidos en este punto parecía obedecer a un razonamiento. Si Panamá ha obtenido hasta ahora todo lo que quería, no se molestará demasiado por un simple problema de plata. Sin embargo, Torrijos no pensaba lo mismo. Uno de sus asesores le había aconsejado ceder, con el argumento alegre de que «al fin y al cabo la plata es una cuestión secundaria». Torrijos le replicó con su sentido común demoledor:
–Sí, la plata es secundaria, pero para el que la tiene.
En todo caso valía la pena aguantar. En seis meses de [la administración] Carter, las negociaciones habían progresado mucho más que con todos los presidentes anteriores, y esto permitía pensar que por primera vez Estados Unidos tenía más prisa que Panamá. Primero, porque Carter necesitaba el tratado para usarlo como bandera de buena voluntad en una política nueva hacia América Latina. Segundo, porque debía someterlo a la aprobación del Congreso de su país, y esa posibilidad tiene una fecha límite: septiembre.
La verdad, sin embargo, parece ser que los cálculos de ambas partes eran equivocados. Las discusiones sobre el dinero se metieron en un callejón sin salida, y nadie había podido sacarlas de allí a principios de esta semana.
De modo que es muy probable que el general Torrijos, antes que nada, quisiera consultar la opinión de sus colegas de cinco países sobre este asunto crucial: ¿qué diablos hacemos con el problema de la plata?
Su principal defecto: la naturalidad
Hay que conocer al general Torrijos, aunque solo sea un poco, para saber que estos callejones sin salida le mortificaban mucho, pero no conseguirán nunca hacerle desistir de lo que se propone. Al principio de las negociaciones, cuando no parecía concebible que Estados Unidos cediera jamás, le dijo a un alto funcionario norteamericano: «Lo mejor para ustedes será que nos devuelvan el Canal por las buenas. Si no, los vamos a joder tanto durante tantos años y tantos años y tantos años, que ustedes mismos terminarán por decir: Coño, ahí tienen su canal y no jodan más».
Aunque los motivos de la devolución sean diferentes, la historia está demostrando que la amenaza era cierta.
Si hubiera que comparar al general Torrijos con los prototipos del reino animal, debería decirse que es una mezcla de tigre con mula. De aquel tiene el instinto sobrenatural y la astucia certera. De la mula tiene la terquedad infinita. Esas son sus virtudes mayores y creo que ambas podrían servirle lo mismo para el bien que para el mal. Su principal defecto, en cambio, es lo que casi todo el mundo considera erróneamente como su mayor virtud: la naturalidad absoluta. Es de allí de donde le viene esa imagen de muchacho díscolo que sus enemigos han sabido utilizar contra él con una propaganda perversa. Hasta el presidente [Alfonso] López Michelsen, que muy pocas veces se equivoca en el conocimiento de la gente, dijo alguna vez que el general Torrijos era un jefe de Gobierno folclórico. Hubiera podido decir, para ser exacto, que es de una naturalidad inconveniente.
En cierta ocasión, un embajador europeo se puso bravo porque Torrijos lo recibió sentado en una hamaca, que para colmo de naturalidad tenía su nombre bordado en hilos de colores. En otra ocasión alguien vio mal que su secretaria lo ayudara a ponerse las medias. Los sábados, un pescador que se emborracha cerca de su casa de Farallón, se suelta en improperios contra él, y termina por mentarle la madre. El general Torrijos ha dado instrucciones a su guardia que no moleste al borracho, y solo cuando se propasa en agresividad, él mismo sale a la terraza, le contesta con los mismos improperios, y hasta le mienta la madre.
Torrijos habría conjurado esa mala imagen si pudiera ser menos natural en algunas circunstancias. Pero no solo no lo hace, sino que ni siquiera lo intenta, porque sabe que no puede. A quienes se lo critican, les contesta con una lógica inclemente:
–No se les olvide que no soy jefe de ningún Gobierno de Europa, sino de Panamá.
Solo los campesinos lo ponen contra la pared
Aunque sus padres eran maestros de escuela, y por consiguiente estaban formados en la clase media rural, la verdadera personalidad de Torrijos no se expresa a cabalidad, si no entre los campesinos. Le gusta hablar con ellos, en un idioma común que no es muy comprensible para el resto de los mortales, e inclusive se tiene la impresión de que mantiene con ellos una complicidad de clase.
En la ciudad de Panamá, en cambio, se siente fuera de ambiente. Allí tiene una casa propia, la única que tiene y que compró hace unos 15 años a través del Seguro Social, y es grande y tranquila y llena de árboles, pero raras veces se lo encuentra ahí. Más aún: Una vez llegué de sorpresa a Panamá, y tratando de encontrarlo recurrí a la seguridad nacional. Al día siguiente, cuando por fin conseguí verlo, le pregunté con bromas de burla qué clase de seguridad nacional era aquella que no había podido encontrarlo en 12 horas.
–Es que estaba en mi casa –dijo él, muerto de la risa–. Y ni a la seguridad nacional se le puede ocurrir que yo esté en mi casa.
Solo lo he visto una vez en esa casa, y parecía otro hombre. Estaba en una oficina muy pequeña, impecable, bien refrigerada, con fotos familiares y algunos recuerdos de su carrera militar. Al contrario de las otras veces, llevaba su uniforme urbano, y era evidente que no se sentía cómodo dentro de ese uniforme formal, ni tampoco me sentía cómodo, porque por primera vez tenía la impresión de no ser recibido como amigo, sino cómo un visitante extranjero en audiencia especial.
Tal vez por eso, cada vez que puede, Torrijos, se escapa en su helicóptero personal y se va a esconder entre los campesinos. No lo hace, como podría pensarse, para huir de los problemas. Al contrario: allí sus grandes problemas son más grandes. Hace poco lo acompañé en la visita a una de esas comunidades campesinas, que se están desarrollando en todo el país. Los campesinos le rindieron cuentas de su trabajo en forma muy minuciosa y franca, pero al final le pidieron cuentas del suyo. También ellos, perdidos en la montaña, querían saber cómo iban las conversaciones sobre el Canal.
Fue esa la única vez en que he visto a Torrijos contra la pared, haciendo un informe amplio y casi confidencial sobre el verdadero estado de las conversaciones, como no lo había hecho ante sus numerosos interlocutores de la ciudad.
El problema de llamarse Torrijos
Oyéndolo hablar entre los campesinos, comprendí que Torrijos es consciente de que la firma del tratado no acabará con sus problemas, sino todo lo contrario. Entonces será cuando empezarán los más grandes. El tema del Canal ha sido tan enorme y absorbente, que va a dejar en la vida de los panameños un vacío casi sin fondo que ya no podrá llenarse con esperanzas sino con hechos concretos.
El pacto de clases que hizo posible la unidad nacional para el éxito de las negociaciones, llega ahora a su fin. La oligarquía panameña –que no es muy fuerte pero que tiene muy buenos socios en Estados Unidos, y ha contribuido con sus mejores cuadros y con sus buenos oficios– ahora se prepara sin duda para pasar la cuenta. Pero también el pueblo panameño, que le ha ofrecido a Torrijos un respaldo incondicional y su inmensa capacidad de sacrificio, espera el suyo; hay muchas reivindicaciones aplazadas, muchas promesas incumplidas en nombre de esta concordia nacional. En medio de esas dos fuerzas contrarias, el general Torrijos se parece ahora más que nunca a esos héroes de Hemingway abrumados por el hecho de la victoria.
Lo único que tal vez no se sepa más, y que nunca me atrevería a preguntar, es qué piensa del tratado el propio general Torrijos. Cómo votaría en el plebiscito que debe llevarse a cabo dentro de 40 días, si él no fuera el general Torrijos sino un panameño corriente. Yo creo, por pura intuición de escritor, que votaría a favor, aunque estoy seguro, sin duda, de que la mayoría de los panameños quería más, y sé que tenía derecho a quererlo.
Lo creo así, porque he hablado con muchos panameños de todas las clases y de todos los colores, y sé que en lo interno el general Torrijos es uno de los más radicales. Solo que también es el único que lleva a cuestas el peso del poder, y el poder pesa.
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