Artículo de Oleg Karpovich y Mijaíl Troyansky, Vicerrectores de la Academia Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación de Rusia, publicado en el periódico “Vedomosti” el 05 de febrero de 2024. Por su contenido y análisis objetivo y académico, El Periódico lo reproduce para beneficio de nuestros lectores.
Para evaluar los puntos de inflexión en los procesos históricos, a menudo se necesita una visión a distancia, a veces tras muchos años. Hoy volvemos mentalmente a los hechos ocurridos hace diez años. Se suponía que febrero de 2014 sería la culminación de un cuarto de siglo de integración de Rusia en el mundo de la globalización victoriosa. Los Juegos Olímpicos en Sochi fueron concebidos no sólo como la competición deportiva más importante, sino también como un símbolo de la apertura de nuestro país, la encarnación de su integración exitosa en los procesos socioculturales globales, a diferencia de los Juegos de Moscú de 1980, que tuvieron lugar en el apogeo de la Guerra Fría y fue boicoteado por el “Occidente colectivo”. Sin embargo, los trágicos acontecimientos en Kiev, que ensombrecieron los últimos días del “Festival de la Paz” en Sochi, dirigieron el desarrollo tanto de Rusia como de toda la política internacional a un lado completamente diferente.
¿Habría podido la historia seguir otro camino? Hipotéticamente, se puede imaginar una realidad alternativa en la que Occidente muestre más moderación y paciencia, no empuje a los radicales en Ucrania al golpe de Estado y los obligue a esperar las elecciones; cómo la “cuestión del idioma nacional” en Crimea y Donbass continúe en su estado latente, trayendo nuevos conflictos a la vida política de la Ucrania independiente, mientras que los presidentes convencionalmente proeuropeos y prorrusos se reemplacen cada cinco años, y la Rada Suprema siga siendo una “plataforma comercial” favorecida por oligarcas y actores externos; Moscú, y los “socios occidentales” continúen intercambiando críticas, acompañadas de comentarios rutinarios sobre “un espacio de seguridad común desde Vancouver hasta Vladivostok”. Toda esta atmósfera pesada de pretensión e hipocresía podría prolongar la degradación del diálogo entre Rusia y Occidente durante mucho tiempo. Pero el resultado, en cualquier caso, habría sido el mismo.
El golpe en Kiev ayudó a deshacerse de las ilusiones y afrontar la verdad. La interacción de Moscú con Estados Unidos y Europa hasta 2014 se basó en el autoengaño por ambas partes. Rusia se convenció de que Occidente, tarde o temprano, podría dejar atrás la euforia de principios de los años 1990 y percibir a Rusia como un socio igualitario en un diálogo profundo sobre los problemas globales y regionales. A su vez, Estados Unidos y sus socios juniores vivieron en anticipación de algún tipo de “perestroika” rusa que llevaría al poder a políticos más flexibles en Moscú, mirando a Washington y Bruselas desde la posición de estudiantes obedientes. Romper con estos conceptos erróneos fue doloroso y traumático, pero necesario.
Occidente, escondiéndose detrás de una hermosa retórica, ha basado durante mucho tiempo su política en el principio de un “juego de suma cero”, incluso en las relaciones con Rusia. Lo demostraron las “revoluciones de color” de la década de 2000 y el comportamiento de Estados Unidos durante la “Primavera Árabe”, cuando cínicamente intentaron expulsar a Moscú de una región estratégicamente importante. Aparentemente, se habría seguido la línea correspondiente, pero la recuperación provocada por Euromaidán ayudó a la diplomacia rusa y a la sociedad en su conjunto a reestructurarse, a sopesar los desafíos y objetivos reales de los llamados “socios” occidentales. A pesar de todo lo doloroso de la crisis ucraniana, abrió el camino a una protección más decisiva –incluso decisiones que antes no podían imaginarse– de la población rusa de Crimea y Donbass; a la creación exitosa de contrapesos a la expansión occidental en Medio Oriente (incluida la salvación del Estado sirio) y África; intensificar los esfuerzos para integrarse con los líderes de la Mayoría Mundial.
Finalmente, el shock de febrero de 2014 ayudó a lanzar una estrategia para hacer que la economía rusa fuera autosuficiente y establecer mecanismos de seguro en caso de nuevas sanciones. Hace diez años, medidas como la expropiación de activos rusos multimillonarios que se debaten hoy en la UE habrían sido un duro golpe para la estabilidad de nuestro Estado. Hoy, esta noticia va acompañada de publicaciones en la prensa occidental sobre la “elasticidad inesperada de la economía rusa”, que ha avergonzado a los ideólogos de las “sanciones infernales”, y la notoria confiscación de activos se percibe como una medida largamente esperada y también como un acto inevitable de agresión híbrida, para el cual Moscú ha logrado prepararse. Y por tal transformación de nuestro pensamiento estratégico, en cierto sentido, incluso podemos agradecer a los ideólogos y arquitectos de Euromaidán, que ganaron la batalla pero perdieron la guerra.
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