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Vivencias de un antropólogo

Stanley Heckadon-Moreno, es uno de los más preclaros investigadores científicos del país y sobresale por sus inestimables trabajos en la biología marina, el ambiente, cambio climático y en general por los estudios antropológicos en el país. Ahora nos deleita también, con una pluma fresca que desgrana pasajes hermosos de nuestra realidad de hace medio siglo atrás. Su profusa producción de obras inestimables, dan cuenta de su compromiso con el desarrollo nacional y una vocación por servir a los demás, como debe ser de aquellos seres que han tenido el privilegio de subir a las atalayas del conocimiento, para luego compartirlo por amor a la humanidad.

Por: Stanley Heckadon Moreno
En 1970, tras graduarme en antropología de la Universidad de los Andes, Bogotá, @regresé a Panamá a la antigua, bajando el río Magdalena en el remolcador San Roque, que vendía cemento. De Barranquilla fui a Cartagena, donde me embarqué en la lancha Doris que compraba pescado en las islas de San Bernardo y donde había hecho el trabajo de campo para mi tesis de licenciatura en 1969. Un pescador en su cayuco me dejó en Tolú y en Coveñas me embarqué en la canoa Mary C, dedicada a vender productos colombianos en San Blas a cambio de los cocos, el dólar vegetal de los kuna. Desembarqué en Narganá, donde tomé una avioneta que me dejó en el viejo aeropuerto de Paitilla, en la ciudad de Panamá. Regresaba al Istmo luego de casi 10 años de vivir, estudiar y trabajar en el exterior.
En busca de trabajo fui a la sede la Dirección General de Desarrollo de la Comunidad (DIGEDECOM), y tras la entrevista de trabajo quedé como responsable de la sección de asuntos indígenas ya que buscaban un antropólogo. A la carrera tenía que empaparme de primera mano acerca de la situación real de los grupos indígenas del país. Ubicados mayormente en regiones remotas de difícil acceso. Primero recorrí la serranía del Tabasará, habitada por siglos por los Ngäbe o Guaymies de Veraguas y Chiriquí. Luego viajé a Bocas del Toro y subí el río Cricamola hasta Canquintú en el cayuco de mi baquiano, Samuel Binns.
Sammy Binns, hijo de padre jamaicano y madre guaymi, era trilingüe. Hablaba guaymi , español y guariguari, el inglés criollo, la lengua franca de esta provincia.
Pendiente me quedaba subir el Calovébora, río que servía de lindero entre el norte de Veraguas y Bocas del Toro y en cuyas cabeceras vivían los Buglé. Mi baquiano sería Fabio Bernal, un experimentado trabajador comunal de Veraguas. En Santiago de Veraguas abordamos una avioneta de Aerolíneas Cantú, propiedad del piloto Rubén Cantú, original de Texas quien al terminar su servicio militar se casó con una muchacha de Santiago y se quedó a vivir allí. Esta aerolínea tenía dos avionetas. Eran las únicas que volaban hasta la boca del Calovébora, en el Caribe. Santiago no tenía aeropuerto y la pista era en un llano. La vieja avioneta estaba remendada en varias partes del fuselaje. El piloto era joven y se llamaba Reynaldo Giraud.
Era septiembre y muy lluvioso. Tras sobrevolar la cordillera central y el pico de Santa Fé, aterrizamos en la playa que corría este por oeste. La mar estaba picada y parecía estar cubierta por un manto blanco por la espuma de las olas que rompían. En uno de los ranchos del caserío nos dieron posada y comida a fin de esperar el cayuco que vendría a buscarnos el siguiente día.
Al amanecer llegó el cayuco que a palanca y canalete nos llevó hasta el río Luis, un afluente del Calovébora. Nunca había visto un río más hermoso. Sus cristalinas aguas, sus charcos y playones, selvas y sus barrancos de rocas llenas de fósiles de moluscos marinos. Me preguntaba si en tiempos remotos las aguas del mar habían llegado tan tierra adentro. Casi al anochecer llegamos al caserío de río Luis, donde nos quedamos en el rancho de nuestro amigo y dirigente local, Roberto Sibala López, quien hablaba fluidamente el español y el buglé.
Nos quedamos una semana conociendo las apabullantes condiciones en que vivían sus habitantes. Habida cuenta el mal tiempo se habían perdido las cosechas y la gente sufría de una hambruna. Fabio sugirió que compráramos un pequeño cerdo para darle de comer a la gente, y así hicimos. Al momento de comer, sobre hojas de bijao, los Buglé se sentaron en un círculo, dándose la espalda mutuamente y con la cara hacia afuera. Costumbre que me pareció distinta. Nadie habló durante la comida.
Tal como acordamos, bajamos el río hasta el pueblo de Calovébora a los siete días a esperar la avioneta. Seguía lloviendo y la mar estaba levantada. Comenzamos a esperar, pero nada que llegaba. A las mil y una, escuchamos el lejano zumbido del motor de una avioneta, pero no podíamos verla por lo bajo de las nubes. El zumbido se alejó mar afuera hasta un punto donde había un claro de luz por donde apareció la avioneta y se dirigió a la playa raspando el blanco oleaje. El piloto, con extrema destreza, aterrizó ladeando las alas del avión, para que el viento norte lo estabilizara. Cuando nos acercamos, nos dijo que el tiempo sobre la serranía había empeorado y que tendría que sacarnos en dos vuelos para poder sobrevolar el pico de Santa Fé. En el primero se fue Fabio y yo me quedé con la carga. El tiempo empeoraba.
Pasaron horas y atardecía cuando volví a escuchar el zumbido de la avioneta que aterrizó y Reynaldo me dijo que me apurara, me amarrara el cinturón porque la cosa iba a estar seria. Como las nubes estaban al ras de la selva, me dijo que el plan era volar siguiendo el curso del Calovébora y ya en la cabecera tomar impulso para cruzar la serranía, sobre el pico de Santa Fé.
Según seguíamos el cauce del río, los barrancos se acercaban cada vez más a las alas. Hasta que me parecía que solo había una distancia cincuenta metros entre ambas. En eso Reynaldo me dijo, “Agárrate que vamos a subir rápido pa pasar el cerro”. Subíamos entre las nubes cuando en eso sentí que se apagó el motor. De inmediato la avioneta comenzó a caer en picada y lo único que escuchaba era el silbido del viento sobre las alas. Yo sentía que la copa de los árboles se nos venía encima y muy rápido. Eran árboles enormes y en mi mente ya veía los titulares de los diarios del día siguiente que decían “Se estrella avioneta de Aerolíneas Cantú en la serranía del Tabasará. Encuentran los cadáveres del piloto y un pasajero guindando en las ramas”.
Yo veía a Reynaldo tocar los botones e instrumentos y halar palancas. Con una tranquilidad que no me explicaba, me crucé de brazos. Cuando parecía que ya nos íbamos a estrellar el motor volvió arrancar y me volvió el alma al cuerpo. Con una gran sonrisa Reynaldo me dijo “Coño gringo, ¿te asustaste?”. Lo único que pude decirle fue “Puta Reynaldo, casi me matas del susto, si no fueras el piloto te hubiera echado por la ventana”
Cuando salimos al pacifico, había un sol resplandeciente y sin grandes novedades aterrizamos en el llano, que servía de aeropuerto a la ciudad de Santiago de Veraguas.
Pocos años después, tras regresar de un vuelo a Jaqué, en Darién, escuchamos por la radio que una avioneta con pasajeros había caído a la mar, a la altura de la punta de Garachiné. Que el piloto era apellido Giraud. Se inicio una de las busquedas mas intensas que había conocido Panamá, hasta ese entonces. Mas no aparecieron ni restos de la avioneta, ni de los pasajeros. Pero el piloto no había sido Reynaldo, si no su hermano..
Con mis amigos Buglé, del caserío de río Luis, en la boca de este río con el Calovébora y en casa de Roberto Sibala López.
El tercero de izquierda a derecha es Fabio Bernal, mi baquiano y yo el quinto.
Foto, Archivos de Stanley Heckadon Moreno, 1970.
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